Voy a escribir sobre el libro Teorema del navegante de Luis Eduardo García en mi condición de poeta y no de crítico literario. Es decir como cómplice de este poeta piurano y no como testigo de la defensa, ni mucho menos como fiscal. La crítica literaria se ha pervertido y eso creo que debe preocuparnos tanto a los que escribimos como a quienes nos leen. Lejos de sincerarse y volverse el puente conector entre el escritor y su público, la crítica literaria se ha vuelto una flor en el ojal de algunos intelectuales lechuguinos para tratar de impresionar a los incautos y hacerse de unas líneas más en sus hojas de vida.
Y es que nadie quiere hablar en simple, los muy modernos hombres del siglo XXI somos en el fondo unos barrocos endemoniados, a quienes más place el emperifollo que la llaneza verbal, como diría mi amigo el poeta Sigifredo Burneo. Hay unas cuantas verdades que aceptar como axiomas o teoremas, para estar más a tono con el libro Teorema del navegante. Una de ellas la dijo el poeta Paul Valery hace ya mucho tiempo: la poesía no se hace con ideas sino con palabras. Otra gran verdad la ha dicho el español Rafael Lapesa: el lenguaje literario se expresa a través de imágenes y no de temas ni asuntos. Otra la dijo un crítico que me cae antipático pero que parece que esta vez acertó, Juan Larrea: A veces el poeta, por la naturaleza misma de la sustancia que articula, se ve imposibilitado de desnudar su alma a la vista de todos.
Con este preámbulo, creo que podemos entrar en materia. A Luis Eduardo García lo conozco desde cuando él tenía si no me equivoco 15 años y yo 30. Nos conocimos en Chulucanas, el pueblo donde nació. Llegué allí por ser un profesor revoltoso, según el código del general Morales Bermudez. Yo ya tenía mi mala fama de poeta y él era un estudiante que estaba terminando la secundaria. Me acuerdo perfectamente que un día llegó a la casa que yo alquilaba y con la misma timidez que lo caracteriza hasta ahora, me llevó su cuento “El tío Sellerinis” para que yo le diera mi opinión. El cuento no estaba mal, tenía como es lógico los balbuceos del narrador incipiente, pero se notaba entre líneas la pasión y la intuición de un lenguaje que requería de tiempo y oficio para madurar. Nos hicimos amigos, pero no tanto, lamentablemente la diferencia generacional, de intereses y ocupaciones no ha permitido nunca que nos frecuentemos como yo hubiese querido. El hecho es que lo conocí primero como narrador. Después de muchos años, nos vimos aquí en Trujillo. Luis Eduardo publicaba revistas, dirigía programas radiales y siempre andaba en la movida cultural. Me enteré que además era poeta y el año 1986 importantes escritores así lo confirmaron cuando le dieron el Premio Poeta Joven del Perú, que convocaba por ese entonces nuestro primer promotor cultural Marco Antonio Corcuera y su revista Cuadernos Trimestrales de Poesía.
He leído todos los libros publicados por Luis Eduardo, y de manera muy especial su poesía. Dialogando el extravío, El exilio y los comunes y Confesiones de la tribu están unidos por un elemento común: la voz de un poeta solitario, siempre en condición de antihéroe y marginal, que se sueña en un mundo salvaje donde las cosas ocurren por primera vez y en donde a él le hubiera gustado ser el protagonista de dramáticas aventuras para poderlas después contar y cantar. El lenguaje de estos primeros libros se ajusta con exactitud a la psiquis y al elan del poeta: es una palabra asombrada, a veces ingenua, pero siempre cuidadosa de su ritmo y su discurso. Es la palabra de un hombre sin tragedias personales, pero que a través de la escritura las inventa para sentirse protagonista de un mundo brutal, que a él, por eso mismo, le parece significativo y hermoso. Lo más apreciable de esta primera etapa de Luis Eduardo García es el haberse dado cuenta de la importancia que tiene para la creación poética el uso correcto de la palabra. Y el uso correcto de la palabra implica no ponerla al servicio de la racionalidad ni de los referentes concretos a partir de los cuales suele nacer un poema. El poeta mexicano Xavier Villaurrutia dice que cuando el poeta prioriza la razón sobre lo subjetivo fracasa, y cuando hace lo contrario, también. Esto es verdad, porque la poesía es la búsqueda del equilibrio, y aunque éste nunca se produzca lo importante es que la labor del poeta consiste en estar lo más cerca posible de su revelación.
Teorema del navegante es un libro de la madurez literaria de su autor. Lo he leído varias veces, como es natural, para intentar un acercamiento a sus motivos y a su vibración. El diccionario dice que teorema es una proposición demostrable por la vía de la lógica. Es una palabra que usan los matemáticos y los geómetras, lo cual me avisa de la necesidad que parece tener ahora Luis Eduardo García por hacer de cada uno de sus poemas una verdad demostrable, sabiendo por cierto que esto es literalmente imposible. Lo del navegante juega en varios sentidos. Ustedes saben que ningún navegante puede aventurarse por los procelosos mares sin instrumentos de precisión. Pero también saben que la vida de los navegantes no es precisamente un instrumento de precisión, sino que lo diga Neruda: “Amo el amor de los marineros/ que besan y se van./ Dejan una promesa”.
No vuelven nunca más. Entonces si queremos jugar a los acertijos, diremos que este poemario está presidido por una voluntad de orden, pero también por una aceptación del caos y de aquello que los franceses llaman la joie de vivre, la alegría de vivir. Razón y sin razón, lo objetivo y lo subjetivo, el sueño y la vigilia, todos estos elementos aparentemente contradictorios que ya se barruntaban en los primeros libros del poeta vuelven a instalarse en las páginas de este último.
Por propias declaraciones de su autor, sabemos que este poemario contiene la idea de un viaje. Ya sabemos que todo viaje es poético, desde el viaje del niño Goyito hasta el de Ulises a la isla de Ítaca; es decir el viaje es un tópico literario que puede brindar buenos réditos estéticos siempre y cuando se le trate como es debido. En este sentido, el poeta toma tres direcciones: el del viaje interior, que es introspeccional, pues ocurre en una historia ucrónica diseñada y vivida por el poeta, y que él mismo se encarga de subrayar cuando se describe como un navegante sin brújula ni cuadrantes y que sin quererlo un hombre “que iba a las islas orientales cuando en realidad viajaba hacia ninguna parte”. Porque ése es en realidad el viaje de todos, y en especial el del poeta, cuya misión es ir delante de la tribu: viajar hacia la nada, pero viajar.
La otra dirección es la de “Puertos Extraños”, la segunda parte del poemario, que en realidad es un homenaje al poeta predilecto de Luis Eduardo: el lusitano Fernando Pessoa, y también al amargado Emil Cioran, el filósofo francés. Esos puertos extraños son también, y en el fondo, el propio autor: ése que es profesor de la Universidad Privada del Norte, periodista en La Industria, voluntariamente un perdedor, ése que escribe: “Jamás, queridos enemigos, jamás les daré el gusto de envidiarme. Lo oyen. Jamás”. Pero que también es el neurótico Luis Eduardo García, el desencantado, el pesimista, ese a quien le gustaría mandar a la mierda todo, subirse a un barco carguero y forjarse aventuras como el viejo London en el Polo Norte o como Hemingway en algún lugar del África. Siguiendo con el juego de acertijos creo que un heterónimo de Luis Eduardo bien podría ser el de “Fernando- Emil”. Un ser gris, pero cargado de una lucidez terrible, un ser que puede metamorfosearse en la rutina y al mismo tiempo maldecir y rechazar los códigos que la vida y la sociedad le imponen.
“Mar adentro” es la tercera dirección del viaje del poeta. Nos propone en este apartado acompañarlo en su camino hacia lugares físicos y metafísicos donde ya no sólo está en entredicho su propia condición humana sino también la de los demás. A mí me molestan mucho los poetas que dicen haber encontrado la verdad, porque eso es una huachafería. Cuando estuve frente a esta sección del poemario, pensé que había encontrado su talón de Aquiles, pero leyéndolo bien, me he percatado que aquí también Luis Eduardo ha tomado sus distancias con los poetas iluminados: sus “verdades” tienen la fragilidad que exige la poesía para poder ser experimentadas no por la razón sino por el sentimiento o la emoción. “El hombre verdaderamente valiente -dice nuestro autor- es el que carga con las palabras de la tribu. El sabe que ha perdido la batalla, pero insiste: detrás de lo útil y lo bello siempre está el vacío”.
Cuando uno llega a viejo tiene dos caminos: o se vuelve tonto o se vuelve sabio. Pero la sabiduría sin locura- esto me parece que lo dijo Erasmo de Rótterdam- es también insoportable. Teorema de navegante reúne esos dos elementos. La sabiduría, la claridad gnóstica de quien ha hecho ya un largo tramo de vida, y la suficiente dosis de locura para no estar nunca de acuerdo con las convenciones ni los convencionalismos, sobre todo para no estar nunca de acuerdo con quienes creen que la vida tiene una razón de ser y un sentido, cuando la más elemental de las intuiciones nos demuestra que todo está destinado al término, al fracaso y al vacío. En este sentido, Luis Eduardo va por el mejor camino. Acaba de escribir un libro que lo confirma como un poeta maduro, luminoso y vesánico al mismo tiempo, pesimista y optimista a la vez, hecho de fuego y agua, sereno y exaltado, como corresponde a eso que en realidad somos los poetas: hombres con una piel de menos, es decir en carne viva, como lo señalara alguna vez el poeta norteamericano Langston Hughes.
Publicado en Porta 9
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