domingo, 26 de octubre de 2008

Enrique Sánchez Hernani sobre TEOREMA DEL NAVEGANTE

La aparición después de quince años de abstinencia del cuarto libro de poesía de Luis Eduardo García (Piura, 1963) es la recuperación literaria de un autor de valía. Sus tres libros de poesía previos (publicados el 86, el 87 y el 92) no le significaron mayores menciones de importancia, pese a que el 85 ganó el premio El Poeta Joven del Perú, que otrora era consagratorio. Por eso sorprende doblemente este libro: es la confirmación de una voz lograda y que se despliega con dotes propias en el concierto de nuestra tradición poética.

Son 37 poemas distribuidos en tres secciones que de una u otra manera aluden no solo al navegar sino al desarraigamiento de este mundo, concordando con su nombre.

La sección más notable es la segunda, "Puertos extraños", donde aparecen dos textos vinculados en alguna forma, llamados "Lisboa" y "Pessoa". El primero recrea una ilusoria cita con el poeta luso que también es abordado en el segundo texto. Dentro de un estilo de coloquialidad poética que lo emparenta a la poesía cubana de la generación del 60 y a la antipoesía de Nicanor Parra, García usa sus recursos para indagar por el corpus lírico y la ubicación social del poeta; tal estilo es común a todo el libro. En los textos aludidos arriba, representativos del libro, hay un manejo firme de la imaginación que hace funcionar al poema como una gran metáfora que se alimenta de un hilo narrativo absolutamente fantástico.

García cultiva lo que podríamos señalar como una poesía de la existencia, donde el humor y la ironía le son útiles para distanciarse del mundo material, recusarlo y hacer notar sus incongruencias éticas. La cotidianeidad que se respira en sus textos son el soporte dramático para enfilar críticamente contra el diario avatar (leer "Barbarie" y "Civilización", por ejemplo) y desde allí desplegar una poesía absolutamente transparente, sencilla, que tras esa aparente simplicidad oculta un manejo diestro del ejercicio poético.

¿Cómo ubicar las raíces y el parentesco de un escritor que ha hecho toda su obra en Piura con el resto de sus congéneres nacionales? Esto podría conducirnos a una paradoja y a señalar que en ciertas provincias (la otra que conocemos bien es Arequipa) existe una saludable proliferación de poetas de muy buen nivel. Que esta edición sirva para entregar a García a sus lectores y para difundir una obra que merece ser conocida en todos los ámbitos.

Publicado en El Dominical

Alberto Alarcón sobre TEOREMA DEL NAVEGANTE

Voy a escribir sobre el libro Teorema del navegante de Luis Eduardo García en mi condición de poeta y no de crítico literario. Es decir como cómplice de este poeta piurano y no como testigo de la defensa, ni mucho menos como fiscal. La crítica literaria se ha pervertido y eso creo que debe preocuparnos tanto a los que escribimos como a quienes nos leen. Lejos de sincerarse y volverse el puente conector entre el escritor y su público, la crítica literaria se ha vuelto una flor en el ojal de algunos intelectuales lechuguinos para tratar de impresionar a los incautos y hacerse de unas líneas más en sus hojas de vida.

Y es que nadie quiere hablar en simple, los muy modernos hombres del siglo XXI somos en el fondo unos barrocos endemoniados, a quienes más place el emperifollo que la llaneza verbal, como diría mi amigo el poeta Sigifredo Burneo. Hay unas cuantas verdades que aceptar como axiomas o teoremas, para estar más a tono con el libro Teorema del navegante. Una de ellas la dijo el poeta Paul Valery hace ya mucho tiempo: la poesía no se hace con ideas sino con palabras. Otra gran verdad la ha dicho el español Rafael Lapesa: el lenguaje literario se expresa a través de imágenes y no de temas ni asuntos. Otra la dijo un crítico que me cae antipático pero que parece que esta vez acertó, Juan Larrea: A veces el poeta, por la naturaleza misma de la sustancia que articula, se ve imposibilitado de desnudar su alma a la vista de todos.

Con este preámbulo, creo que podemos entrar en materia. A Luis Eduardo García lo conozco desde cuando él tenía si no me equivoco 15 años y yo 30. Nos conocimos en Chulucanas, el pueblo donde nació. Llegué allí por ser un profesor revoltoso, según el código del general Morales Bermudez. Yo ya tenía mi mala fama de poeta y él era un estudiante que estaba terminando la secundaria. Me acuerdo perfectamente que un día llegó a la casa que yo alquilaba y con la misma timidez que lo caracteriza hasta ahora, me llevó su cuento “El tío Sellerinis” para que yo le diera mi opinión. El cuento no estaba mal, tenía como es lógico los balbuceos del narrador incipiente, pero se notaba entre líneas la pasión y la intuición de un lenguaje que requería de tiempo y oficio para madurar. Nos hicimos amigos, pero no tanto, lamentablemente la diferencia generacional, de intereses y ocupaciones no ha permitido nunca que nos frecuentemos como yo hubiese querido. El hecho es que lo conocí primero como narrador. Después de muchos años, nos vimos aquí en Trujillo. Luis Eduardo publicaba revistas, dirigía programas radiales y siempre andaba en la movida cultural. Me enteré que además era poeta y el año 1986 importantes escritores así lo confirmaron cuando le dieron el Premio Poeta Joven del Perú, que convocaba por ese entonces nuestro primer promotor cultural Marco Antonio Corcuera y su revista Cuadernos Trimestrales de Poesía.

He leído todos los libros publicados por Luis Eduardo, y de manera muy especial su poesía. Dialogando el extravío, El exilio y los comunes y Confesiones de la tribu están unidos por un elemento común: la voz de un poeta solitario, siempre en condición de antihéroe y marginal, que se sueña en un mundo salvaje donde las cosas ocurren por primera vez y en donde a él le hubiera gustado ser el protagonista de dramáticas aventuras para poderlas después contar y cantar. El lenguaje de estos primeros libros se ajusta con exactitud a la psiquis y al elan del poeta: es una palabra asombrada, a veces ingenua, pero siempre cuidadosa de su ritmo y su discurso. Es la palabra de un hombre sin tragedias personales, pero que a través de la escritura las inventa para sentirse protagonista de un mundo brutal, que a él, por eso mismo, le parece significativo y hermoso. Lo más apreciable de esta primera etapa de Luis Eduardo García es el haberse dado cuenta de la importancia que tiene para la creación poética el uso correcto de la palabra. Y el uso correcto de la palabra implica no ponerla al servicio de la racionalidad ni de los referentes concretos a partir de los cuales suele nacer un poema. El poeta mexicano Xavier Villaurrutia dice que cuando el poeta prioriza la razón sobre lo subjetivo fracasa, y cuando hace lo contrario, también. Esto es verdad, porque la poesía es la búsqueda del equilibrio, y aunque éste nunca se produzca lo importante es que la labor del poeta consiste en estar lo más cerca posible de su revelación.

Teorema del navegante es un libro de la madurez literaria de su autor. Lo he leído varias veces, como es natural, para intentar un acercamiento a sus motivos y a su vibración. El diccionario dice que teorema es una proposición demostrable por la vía de la lógica. Es una palabra que usan los matemáticos y los geómetras, lo cual me avisa de la necesidad que parece tener ahora Luis Eduardo García por hacer de cada uno de sus poemas una verdad demostrable, sabiendo por cierto que esto es literalmente imposible. Lo del navegante juega en varios sentidos. Ustedes saben que ningún navegante puede aventurarse por los procelosos mares sin instrumentos de precisión. Pero también saben que la vida de los navegantes no es precisamente un instrumento de precisión, sino que lo diga Neruda: “Amo el amor de los marineros/ que besan y se van./ Dejan una promesa”.

No vuelven nunca más. Entonces si queremos jugar a los acertijos, diremos que este poemario está presidido por una voluntad de orden, pero también por una aceptación del caos y de aquello que los franceses llaman la joie de vivre, la alegría de vivir. Razón y sin razón, lo objetivo y lo subjetivo, el sueño y la vigilia, todos estos elementos aparentemente contradictorios que ya se barruntaban en los primeros libros del poeta vuelven a instalarse en las páginas de este último.

Por propias declaraciones de su autor, sabemos que este poemario contiene la idea de un viaje. Ya sabemos que todo viaje es poético, desde el viaje del niño Goyito hasta el de Ulises a la isla de Ítaca; es decir el viaje es un tópico literario que puede brindar buenos réditos estéticos siempre y cuando se le trate como es debido. En este sentido, el poeta toma tres direcciones: el del viaje interior, que es introspeccional, pues ocurre en una historia ucrónica diseñada y vivida por el poeta, y que él mismo se encarga de subrayar cuando se describe como un navegante sin brújula ni cuadrantes y que sin quererlo un hombre “que iba a las islas orientales cuando en realidad viajaba hacia ninguna parte”. Porque ése es en realidad el viaje de todos, y en especial el del poeta, cuya misión es ir delante de la tribu: viajar hacia la nada, pero viajar.

La otra dirección es la de “Puertos Extraños”, la segunda parte del poemario, que en realidad es un homenaje al poeta predilecto de Luis Eduardo: el lusitano Fernando Pessoa, y también al amargado Emil Cioran, el filósofo francés. Esos puertos extraños son también, y en el fondo, el propio autor: ése que es profesor de la Universidad Privada del Norte, periodista en La Industria, voluntariamente un perdedor, ése que escribe: “Jamás, queridos enemigos, jamás les daré el gusto de envidiarme. Lo oyen. Jamás”. Pero que también es el neurótico Luis Eduardo García, el desencantado, el pesimista, ese a quien le gustaría mandar a la mierda todo, subirse a un barco carguero y forjarse aventuras como el viejo London en el Polo Norte o como Hemingway en algún lugar del África. Siguiendo con el juego de acertijos creo que un heterónimo de Luis Eduardo bien podría ser el de “Fernando- Emil”. Un ser gris, pero cargado de una lucidez terrible, un ser que puede metamorfosearse en la rutina y al mismo tiempo maldecir y rechazar los códigos que la vida y la sociedad le imponen.

“Mar adentro” es la tercera dirección del viaje del poeta. Nos propone en este apartado acompañarlo en su camino hacia lugares físicos y metafísicos donde ya no sólo está en entredicho su propia condición humana sino también la de los demás. A mí me molestan mucho los poetas que dicen haber encontrado la verdad, porque eso es una huachafería. Cuando estuve frente a esta sección del poemario, pensé que había encontrado su talón de Aquiles, pero leyéndolo bien, me he percatado que aquí también Luis Eduardo ha tomado sus distancias con los poetas iluminados: sus “verdades” tienen la fragilidad que exige la poesía para poder ser experimentadas no por la razón sino por el sentimiento o la emoción. “El hombre verdaderamente valiente -dice nuestro autor- es el que carga con las palabras de la tribu. El sabe que ha perdido la batalla, pero insiste: detrás de lo útil y lo bello siempre está el vacío”.

Cuando uno llega a viejo tiene dos caminos: o se vuelve tonto o se vuelve sabio. Pero la sabiduría sin locura- esto me parece que lo dijo Erasmo de Rótterdam- es también insoportable. Teorema de navegante reúne esos dos elementos. La sabiduría, la claridad gnóstica de quien ha hecho ya un largo tramo de vida, y la suficiente dosis de locura para no estar nunca de acuerdo con las convenciones ni los convencionalismos, sobre todo para no estar nunca de acuerdo con quienes creen que la vida tiene una razón de ser y un sentido, cuando la más elemental de las intuiciones nos demuestra que todo está destinado al término, al fracaso y al vacío. En este sentido, Luis Eduardo va por el mejor camino. Acaba de escribir un libro que lo confirma como un poeta maduro, luminoso y vesánico al mismo tiempo, pesimista y optimista a la vez, hecho de fuego y agua, sereno y exaltado, como corresponde a eso que en realidad somos los poetas: hombres con una piel de menos, es decir en carne viva, como lo señalara alguna vez el poeta norteamericano Langston Hughes.

Publicado en Porta 9

Gabriel Ruiz Ortega sobre EL CIELO DE CAPRI


Cuando se dice que la literatura peruana está atravesando un momento de gran expectativa, no estamos hablando partiendo de los reconocimientos literarios que últimamente tienen escritores como Alonso Cueto, Daniel Alarcón o Santiago Roncagliolo. O sea, no es para nada un hecho aislado, sino que este buen momento tiene una base en la producción que se da en el mismo Perú.

Desde el 2000 han aparecido narradores que han sabido patentizar sus apuestas literarias amparándose en un par de bases claves: talento y formación. A estas alturas no es una locura calificar a esta nueva camada como la mejor en los últimos cincuenta años.
Uno de esos nuevos narradores, a boca de muchos el mejor, es Marco García Falcón (Lima, 1970), autor de “París Personal” (2002), delicioso libro de cuentos que está llamado a ser uno de los referentes imprescindibles cuando en un par de años se realicen los balances del decenio. Este libro obtuvo muy buenas críticas, y el favor del público se patentizó en la justa reedición.
Cuando un joven narrador recibe esta clase de comienzos, por lo general se espera una próxima segunda entrega aprovechando el interés generado. Sin embargo, García Falcón se tomó su tiempo, se hizo esperar, y valió la pena porque su segunda entrega no solo confirma la impresión de “París Personal”, sino que es un evidente paso adelante en su narrativa.
“El cielo de Capri” es una novela corta de estructura compleja y devenir clásico, pero la complejidad no se siente gracias a la prosa limpia y hechicera de la que el autor hace alarde. Un viejo profesor de literatura nos cuenta el viaje realizado con su esposa Sofía a Europa para conmemorar sus 35 años de matrimonio. También nos relata el cómo Sofía y él se conocen de jóvenes y superan los escollos del padre de ella, un militar que los persigue en una suerte de “road movie” por el norte peruano.
Una de las cosas que se suele decir con respecto a las novelas cortas es que esta tienen que cumplir un riguroso espíritu de relojería. Cada detalle debe tener una razón y la narración debe gozar de un ritmo sostenido. “El cielo de Capri” cumple esta ley, pero hay un algo más: la combinación de reflexiones literarias con el tópico amoroso. Y en este aspecto la concepción de los personajes sirve como buen punto de quiebre cuando estas reflexiones dan la impresión de extenderse más de la cuenta. Es allí cuando te das cuenta de la destreza del narrador, del buen manejo del pulso narrativo y su trabajo en el perfil de los protagonistas (sin contar la sugerente descripción de los escenarios en los que se desarrolla esta peculiar historia de amor). Harto difícil escribir del amor en estos tiempos, y mil veces complicado llevar los proyectos sobre este tópico a un buen puerto.
Vale anotar que desde hace un buen tiempo, la nueva narrativa peruana está experimentando una serie de divisiones temáticas y estilísticas que afianzan aún más su variedad. Para aligerar la tarea, se la viene dividiendo hasta el momento entre escritores vitalistas y metaliterarios. Como la primera acepción ya es harta conocida o al menos puede intuirse de qué va, es menester explicar lo más brevemente posible el segundo criterio.
Lo metaliterario tiene que ver mucho con aquellos escritos que se alimentan de la literatura misma, de libros sobre otros libros, del proceso creativo del escritor, de las influencias directas o indirectas; apelando siempre a una serie de experimentaciones verbales o formales. Ejemplo: Italo Calvino, Enrique Vila Matas, Claudio Magris, Roberto Bolaño, Ricardo Piglia, Juan Manuel de Prada, etc. Sin embargo, abordar esta opción no es tan fácil como suena. No es lo mismo poner como protagonista a un escritor X y dar una lista interminable de libros y autores para hacer que el escrito sea una obra que pueda catalogarse como metaliterario. Cuando esto pasa, el aire de falsedad salta irremediablemente y, hay que decirlo, sin piedad.
Lógicamente que esta dicotomía tiene para largo en su discusión porque no se trata solo de un hecho que ocurra en Perú. Lo cierto es que todos los libros se alimentan de la vida misma y de lo que se lee. Nadie escribe de la nada. En “El cielo de Capri”, los recursos usados, ya sean reflexiones, citas, libros y autores obedecen a un por qué, no están por el mero hecho de adornar la historia y reforzar la condición de escritor de su protagonista.
García Falcón con “El cielo de Capri” se afianza como el mejor prosista peruano de su generación. Experiencia vital y lecturas en esta deliciosa novela que mezcla a la perfección el estilo y el asunto. Y es de hecho la mejor novela de tendencia metaliteraria, si es que la situamos en esta nueva producción narrativa, y una de las mejores novelas de corte amoroso en los últimos veinte años en Perú.
En lo personal, me hubiera gustado que el autor desarrolle más la historia de los entonces jóvenes amantes que huyen en un viejo bus al norte del Perú. Empero, este gusto de lector no impide reconocer la excelente calidad de “El cielo de Capri”, esperadísima novela que deja a los lectores con la sensación de que valió la pena esperar cinco años. Y esto es algo que solo lo generan los escritores de verdad.

Publicado en Siglo XXI

José Guich sobre EL CIELO DE CAPRI

El cielo azul del Mediterráneo enfrentado al cielo sin cielo de Lima. Ese nítido contraste –casi tragicómico– es el que parece haber llevado al narrador Marco García Falcón (Lima, 1970) a escribir esta novela corta. En 2002, el libro de relatos París personal demostró con amplios alcances que, después de muchas lunas, surgía una voz preocupada tanto por el cuidado de la escritura como por la eficaz construcción de una historia. Revelaba una entrega total al oficio, fuera de los engañosos proscenios mediáticos que sólo garantizan los quince minutos de gloria pregonados por Warhol.
Después de cinco años, El cielo de Capri corrobora que no se trataba de un espejismo u otro tipo de anomalía ilusoria. Si en París personal emergía con pulso firme una ciudad entera, fruto de la imaginación –aunque nunca desconectada del referente auténtico–, en El cielo de Capri esas destrezas para transformar las coordenadas reales en espacios de ficción pura incrementan su contundencia.
La extraña aventura del profesor de Literatura, inmerso en los laberintos de la evocación y de la melancolía, es la peripecia de una memoria que, con el paso del tiempo, librará una batalla contra esos sucesos dispares en la vida de los humanos y que, en principio, no mantienen conexiones evidentes. En algún punto, no se sabe por qué razones, tales hechos adquieren un sentido nuevo e insólito.
La novela nos desplaza a tres épocas distintas en la vida de los personajes principales. En la primera, el profesor y Sofía, su contestataria alumna, entablan una fogosa relación, bastante adelantada para aquellos tiempos (inicios de la década de 1960). A pesar de todas las dificultades, los amantes se las ingenian para estar juntos, con padre militar y prejuicios insoportablemente limeños de por medio. En un segundo plano temporal, décadas más tarde, se desarrolla el viaje de los ahora esposos a Capri, la histórica isla, residencia de lúbricos emperadores romanos y centro vacacional durante las eras modernas. Celebran su aniversario de bodas. La minuciosidad de los detalles geográficos y de “color local” no son, felizmente, elementos distractores; por el contrario, ellos, como telón de fondo, acentúan la verosimilitud de un matrimonio que ya pasó por las acrobacias eróticas de su juventud.
Y en un tercer dominio, se describe un trayecto en que se entremezclan, vía los recuerdos, el derrotero de la pareja, y el efectuado en solitario por un ya anciano catedrático, diez años después. En todos los casos, el motivo guía es la presencia del firmamento luminoso de Capri, y el gris sucio de Lima, urbe condenada a ser víctima eterna de la humedad y de la medianía.
Sin embargo, lo que más sorprende del libro es su implícita forma de enigma. Intuimos que algo ha ocurrido en el interregno, pero la muy sutil dosificación narrativa de García Falcón desvía la atención hacia otros sucesos, sin alejarnos del eje. Y solo en las escenas finales conocemos la verdad, dura como golpe de martillo.
A través de este cielo de Capri –y este cielo sin cielo de Lima–, MGF deja muy bien saldada la deuda con sus lectores. Consolida su ruta creadora; de este modo, el panorama se presenta muy promisorio para él y la nueva literatura peruana, que existe, pese a las múltiples dificultades que asumen los escritores en un sistema cultural tan precario, mezquino y sin reglas coherentes, como es el nuestro. Pero eso solo realza los logros de quienes, sin mayores aspavientos, modifican los horizontes.

Publicado en Correo

Alonso Cueto sobre EL CIELO DE CAPRI

En las Cartas a un joven poeta, Rilke recomendaba a sus lectores no prodigarse en poemas de amor por una sencilla razón: se habían escrito ya tantos poemas de amor en el mundo que era difícil no repetir frases hechas y metáforas obvias.
Para algunos, esta es, también, una de las reglas no escritas de la narrativa moderna: la de evitar las novelas o relatos de amor, pensando que en ellas un autor puede ceder al follaje de los lugares comunes.
Por eso, muchos autores (y esta es una línea de la narrativa moderna) se sienten más cómodos en un lenguaje frío, distante, descriptivo, que sea una coartada contra lo que consideran excesos emocionales.
Aun así, la literatura moderna ha producido grandes novelas de amor. La literatura peruana ha dado ejemplos recientes con obras tan importantes como Travesuras de la niña mala, de Mario Vargas Llosa, y antes con Escena de caza, de Iván Thays.
el cielo de Capri, de Marco García Falcón (editorial Revuelta), es un libro escrito en primera persona, que cuenta una historia que abarca varios años en escenarios distintos. Se lee con gran facilidad, lo que en este caso no es un demérito, y maneja sus cambios de tiempos y de espacios con mucha soltura.
La historia del enamoramiento de Sofía, la oposición del padre a la relación, el incidente del ómnibus, y todo el proceso posterior que, finalmente, conduce hasta el viaje a Capri y el encuentro con la seductora Miriam, están contados con enorme soltura, y muestran a un narrador que sabe contar sus historias.
Algunos comentarios y reflexiones que se intercalan (como el muy atractivo pasaje de las páginas 70-71 -sobre el arte de escribir- y el de las páginas 84-85 -donde se comenta una frase de Naipaul-) le dan una densidad bienvenida al libro. En ocasiones, sobre todo en algunos finales de capítulos, aparecen algunos excesos líricos que, quizá, hubiera sido mejor evitar, pero estos no quiebran de ninguna manera el curso narrativo. Lo más importante es que García Falcón cree en sus personajes. Un cordón umbilical lo ata a ellos.
El cielo de Capri está escrito por un autor entregado y diestro, dispuesto a mostrar las emociones de sus personajes, y a ofrecernos una buena historia. Una mención aparte para Revuelta por una edición atractiva, como las han venido haciendo otras editoriales jóvenes peruanas. Escritores y editoriales, no nos faltan.

Publicado en Perú 21

Javier Ágreda sobre EL CIELO DE CAPRI

Un interesante libro de cuentos –París personal (2002)- le bastó a Marco García Falcón para ser considerado uno de los más prometedores narradores peruanos de su promoción. Cinco años después nos entrega El cielo de Capri, su primera novela, un relato de estirpe clásica, que muestra a un autor más asentado en ese universo ficcional que se anunciaba en los cuentos iniciales: el de los escritores solitarios y reflexivos que solo pueden ver la vida a través del filtro de la literatura.
El protagonista de El cielo de Capri es un anciano escritor limeño que rememora un viaje que hizo con su esposa Sofía (por sus 35 años de matrimonio) por diversas ciudades de Europa. Él ya conocía ese continente y recordaba la belleza de algunos lugares como la isla de Capri y su famosa Gruta Azul. En paralelo, el protagonista nos cuenta la historia de su relación con Sofía, desde que se conocieron cuando era profesor universitario y ella una de sus alumnas. Los extraños sucesos que se producen durante el viaje de la pareja (y su trágico final) hacen dudar de la veracidad de lo narrado hasta entonces.
A estas historias se suman muchas otras secundarias, pero la complejidad de la trama se compensa con una prosa clara, sobria y bien trabajada –marca característica del autor– "con metáforas sugerentes y adjetivos precisos", según ha declarado en una entrevista. Esa búsqueda de la precisión y capacidad de sugerencia prima en todos los elementos de la narración, desde las descripciones y diálogos (reducidos casi a su mínima expresión) hasta los elementos simbólicos y la forma de abordar los temas: los desencuentros entre la literatura y la vida, la razón y el deseo, el pasado real y los recuerdos personales. El único reparo que le hacemos al texto es que esa búsqueda de la sugerencia y de lo estético llega algunas veces demasiado cerca del kitsch, como en el caso de esos remeros que no dejan de "cantar un solo instante la misma melancólica aria italiana".
Como afirmamos, estamos ante un relato de estirpe clásica: una historia aparentemente sencilla (no lo es tanto, hay hasta tres "tiempos" superpuestos), contada por un único narrador, empleando el lenguaje libresco tradicional (ese que Ribeyro llamaba cataverusa) y sin complicaciones gramaticales ni amaneramientos verbales. Con estas opciones, García Falcón inscribe su libro dentro de la gran tradición de novelas breves o cuentos largos a la que pertenecen Silvio en el Rosedal de Julio Ramón Ribeyro o Muerte en Venecia de Thomas Mann, obras con las que tiene no pocos puntos de contacto. El cielo de Capri es una buena novela, que se lee con facilidad e interés, y que además acepta diversas interpretaciones.
Publicado en La República

sábado, 25 de octubre de 2008

Francisco Ángeles sobre DISIDENTES

Introducción.
Hace buen tiempo que venía pensando escribir un artículo, un artículo largo, con marco teórico, rigor académico y todas las de la ley, sobre la narrativa peruana de esta nueva década. No sé si se enteraron, pero esta nueva década ya no es tan nueva. Estamos en sus tres cuartas partes, así que ya va siendo hora de hacer balances y trazar las líneas centrales (si es que existe algo así) de nuestra producción reciente. Y, por supuesto, me interesaba centrarme en los narradores jóvenes que han ido apareciendo en estos últimos años. Así que fantaseaba con ese artículo, empezaba frases, se me ocurrían ideas sueltas. Pero nunca llegué a meterme del todo en el trabajo de investigación. No era poca cosa: delimitar el corpus, releer obras, buscar las que no había leído, elegir el marco y la perspectiva. Y ahora que apareció Disidentes creo que tengo mi revancha (o premio consuelo). Si Vila-Matas escribió en Bartleby y compañía que esa novela eran las notas a pie de página para un libro que no existía (y Camilo dijo que se iba a sumergir en la página en blanco “a la manera de Stephane Mallarme”), esta reseña en cuatro entregas será para mí los extractos del artículo que nunca escribiré.
Pues bien: tomaré mi ejemplar de Disidentes, reuniré a los antologados en grupos de cinco (por orden alfabético) y comentaré cada uno de los textos en sólo doscientas palabras. Y para distanciarme definitivamente de mi inexistente artículo académico, voy a tomarme la licencia, mismo Juegos Olímpicos, de otorgar medallas (oro, plata y bronce) a los más destacados de cada grupo. No será crítica literaria propiamente dicha, sino mis impresiones personales, mi experiencia de lector ante el texto específico publicado en Disidentes. Es esto una diversión literaria y mi celebración personal por la gran cantidad de narradores que vienen apareciendo con textos de calidad.
El grupo inaugural (este lunes) estará conformado por Leonardo Aguirre, Daniel Alarcón, Luis Hernán Castañeda, Edwin Chávez y Juan Manuel Chávez. Sí, pues, doméstico, es el grupo más bravo. Así es la vida, te tocó bailar con la más fea. Aunque, según cuentas, eso tampoco es tan nuevo para ti.
El grupo de la muerte
Imaginemos que en un mundial de fútbol no se respetan las cabezas de serie y toca enfrentarse en primera vuelta a Brasil, Italia, Alemania y Argentina (y de yapa, Perú). Exactamente lo mismo ocurrió con este primer grupo de Disidentes. Como sólo voy a referirme a los cuentos publicados en la antología, he dejado enlaces a reseñas sobre los libros de los escritores aquí comentados. Están todas las que pude encontrar, sin discriminación de ningún tipo. Como comprobará quien se tome el trabajo de leerlas (o releerlas), es interesante apreciar las diferencias ente los críticos (tan interesante como leer esas reseñas tiempo después, ya con otra perspectiva). Dicho esto, les presento el podio de la semana.
MEDALLA DE OROPOETA CEDRUSLUIS HERNÁN CASTAÑEDA
Si los aficionados a la hípica cada año buscamos entre los potrillos aquél que parece reunir las condiciones para convertirse en el nuevo Santorín, desde hace una década este humilde lector tenía la esperanza de encontrar entre las decenas de títulos publicados los primeros destellos que permitiesen vislumbrar un futuro gran escritor peruano. Empecé a leer Casa de Islandia a fines de 2004 y la alerta roja se encendió desde las primeras páginas. Luego la luz comenzó a parpadear: los dos primeros cuentos no eran del todo convincentes. Y así, mientras avanzaba la lectura, alternaba el entusiasmo más exacerbado con uno menos vigoroso. Pero todo se terminó cuando llegué al fragmento sobre el Poeta Cedrus, el texto elegido para Disidentes. En ese momento cualquier duda se disipó.
El fragmento es extraordinario y puede ser leído como una metáfora de la relación entre el escritor y el crítico (tema sobre el que reflexiona toda la novela), como una sutil ironía hacia aquellos “geniecillos dominicales” de los que hablaba Ribeyro (cuyo paradigma podría ser el inolvidable Joe Gould de Joseph Mitchell), pero también como una defensa del trabajo del escritor que lucha por conseguir una obra sólida a través de la tenacidad y el esfuerzo. Y, si leen con atención, comprobarán que las diferencias sociales y económicas entre los dos personajes abre posibilidades sobre las que nadie ha escrito (o no me enteré).
Estas escasas líneas no son el espacio adecuado para realizar un análisis profundo ni una interpretación de las distintas lecturas que permite el fragmento. Tampoco voy a insistir en la calidad de la prosa, aspecto en el que todos los críticos han coincidido (aunque eso les haya hecho olvidar que detrás del luminoso aspecto formal hay bastante carne). A cambio, dejo una muestra que basta y sobra para ilustrar los méritos ya señalados por la crítica:
“Una noche tormentosa en la que Elsinor acogió una fuerte nevada, tras un parto sin dolor que la historia médica suele asociar con el nacimiento de los seres excepcionales, bajo la sonrisa ingenua de sus padres que no podían adivinar el tormento que les esperaba, vino al mundo un niño de largas piernas y brazos largos, tan largos que parecían unos tentáculos, anormalmente grandes para sus nueve meses de gestación, que lucía una imposible cabellera de frondosos bucles negros que caían por su espalda como las ramas de algún árbol. Apenas escupido por el útero de su madre, empezó a bramar “¡A escribir! ¡A escribir! ¡A escribir!…”
¿De dónde sacaba este patita las palabras exactas con esa insólita naturalidad? ¿Cómo era posible en un escritor que apenas pasaba los veinte años? El Poeta Cedrus es el punto más alto de Casa de Islandia, el mejor texto de Disidentes y algunas de los páginas más brillantes de la nueva narrativa peruana. Mis más sincera y afectuosa envidia para el autor.
MEDALLA DE PLATAEL PRESIDENTE LINCOLN HA MUERTODANIEL ALARCÓN
No llegué a leer el primer libro de cuentos de Daniel Alarcón ni en la versión original ni en ninguna de sus dos traducciones. Había comprado Selección Peruana y en ella encontré “Ciudad de payasos”, cuento que me dejó una sensación confusa. Los elogios podían ser completamente justificados, pero había algo que no terminaba de convencerme: Alarcón desplegaba su talento de una manera para mi gusto demasiado tradicional. Tenía la sensación de que conocer los datos extraliterarios del autor (haber escrito en inglés, inicialmente para un publico norteamericano) contaminaba la lectura, y que por ello aceptábamos sin reparos ciertas descripciones que abusaban del “color local”, descripciones que no hubiéramos aprobado con facilidad de escribirlas un limeño que vive en nuestra capital.
Pensaba en “Ciudad de payasos” como el cuento estrella que un pata con mucho talento escribió para un taller. Aplicaba muy bien la técnica, pero le falta riesgo. Pero ahora en Disidentes (supongo que también en algunos cuentos de su primer libro) me encuentro con un Alarcón que me gusta mucho más. El cuento parte de una situación carveriana (una pareja que acaba de perder el empleo, con serios problemas en la relación, busca su nuevo lugar en el mundo con una botella de whisky en la mano). En ese estado de desequilibrio y confusión, la pareja, compuesta por dos hombres, tiene una conversación que permite leer la historia como una reflexión sobre el pasado y la manera cómo éste siempre reaparece para condicionar el porvenir. Alarcón deja de lado las descripciones y opta por una prosa más funcional, y por un final abierto en el deja a su protagonista de pie en una carretera, con el pasado en sus espaldas y todas las posibilidades latentes.
La metáfora: si “Ciudad de payasos” miraba hacia el pasado en más de un sentido (la búsqueda del narrador y la estética del autor), este cuento inédito queda, como su protagonista, con la mirada puesta en el futuro. A esperar con expectativa la edición española de Lost City Radio.
MEDALLA DE BRONCELOS ESCRIBAS DE AEEDWIN CHÁVEZ
El primer libro de Edwin Chávez, 1922, no tuvo la difusión que hubiese merecido. Tal vez podamos explicarlo por la casi simultánea aparición de Selección peruana en la misma editorial, o quizá porque el título podía ser justificado, pero no atractivo.
Más allá del escaso poder marketero del título, juzguemos la elección por el lado amable: 1922 era un nombre adecuado para un libro lleno de referencias literarias. No creo que “Los escribas de AE” sea el mejor relato de la colección (”Siameses románticos / Siameses románticos” se lleva las palmas más sonoras), pero su inclusión en Disidentes está justificada porque es el que mejor representa el espíritu ‘metaliterario’ del volumen.
La anécdota en pocas líneas: el narrador, profesor en Cornell, recibe la extraña invitación de una desconocida para volver a su pueblo natal, en Inglaterra, para participar en una conmemoración por los veinte años de la muerte del poeta Aaron Godden, con quien en su juventud el narrador había participado en un proyecto que buscaba convertir a su pueblo en un espacio intelectual y cultural. Junto a un grupo de escribas, que firmaban sus artículos utilizando nombres de célebres escritores, Godden y el narrador habían publicado una revista literaria. Veinte años después y tras muchas dudas, el narrador acepta ir a la celebración. Hasta aquí el planteamiento de la historia.
Los coqueteos con el policial surgen de inmediato, ya que hay un misterio que descubrir: ¿Quién podía ser Florence Parker, esa extraña mujer interesada en celebrar, pagando todos los costos, a un poeta mediocre? El cuento puede ser una pequeña caja de sorpresas para quienes buscan rastrear relaciones intertextuales. Y los guiños metaliterarios son coherentes, ya que Godden había sido asesinado por uno de los escribas, que firmaba como Poe. Habría que forzar la idea: el creador del género policial decide pasar a la acción y se convierte en uno de los personajes que, en sus cuentos, el famoso detective que creó identifica tras complejos razonamientos lógicos (la vida copia a la literatura, diría Borges).
Al encuentro en Inglaterra llega la mayoría de los viejos escribas (Kafka, Proust, Joyce, Virgilio, Goethe, etc). Los veinte años transcurridos han cambiado la apariencia física de los antiguos miembros de la revista, y muchos no se reconocen entre sí. No sé si es una metáfora voluntaria, pero sí puede ser un divertimento literario leer los diálogos sin pensar que son seudónimos, y reemplazando la obra por la pinta (por ejemplo, uno de los escribas, al comentar sobre el aspecto de sus viejos compañeros, dice: “El único que se mantiene es Kafka”).
Más allá de las lecturas intertextuales que permite el cuento, debemos destacar la manera en que el autor logra que el texto funcione. Es posible que le falte un poco de vida a las personajes (por momentos se sienten sólo como figuritas de papel) y que los diálogos suenen demasiado artificiales, pero el buen manejo del lenguaje que demuestra Chávez, y una estructura elegida con acierto para alternar presente y pasado, permite llevar el cuento a buen término. Y la reunión final, algo inverosímil, puede aceptarse de buena gana dentro de una historia que ha sido planteada lejos de los parámetros realistas.
MENCIONES
SUBLIME SORRENTOLEONARDO AGUIRRE
En el cuento inédito que presenta en Disidentes, Leonardo Aguirre realiza una especie de compendio de todos los recursos y motivos a los que recurrió en su muy recomendable Manual para cazar plumíferos. El protagonista, que acaba de morir, según la terminología del propio Aguirre podría encajar perfectamente en la categoría de “plumífero”: un poeta que se hace llamar Sorrento en honor al chocolate de blanquirroja envoltura, se considera apátrida, cree ser genial, lleva una vida demasiado “literaria” y, por supuesto, es inédito. Y como es uno de esos tipos que creen ser muy conscientes de su papel en el mundo, lleva su personaje al límite, por lo que su violenta y espectacular muerte fue ocasionada por propia voluntad. Sorrento es un “maldito” que se suma a la estirpe de fracasados, fanfarrones y autoengañados con ínfulas de grandes escritores que Aguirre retrató en algunos de los cuentos de su primer libro.
Si en el Manual Aguirre buscaba ser experimental y salía a veces muy bien parado, “Sublime Sorrento” es la prueba de que se puede intentar ser experimental y terminar siendo costumbrista. En este caso, el retrato de la fauna literaria clandestina que pulula en bares hablando de las obras que (nunca) escribirán respeta todos los tópicos a los que se debe echar mano en ocasiones como ésta: la mención de lugares reconocibles supuestamente “bohemios”, un grupo de poetas revolucionarios comprometidos con la sociedad denominados “Los Eyaculantes” (supongo que es una metonimia y eufemismo por onanistas mentales), las “huachafitas culturosas” que caen a los recitales con el objetivo de contagiarse de la discutible aura artística de los plumíferos. Todo eso está muy bien. El problema es que toda la materia prima que Aguirre utiliza deriva más en un collage que en un relato bien logrado.
En dos o tres cuentos del Manual, Aguirre demostró tener talento suficiente para construir una obra que supere largamente lo escrito hasta ahora. Pero en este caso da la impresión de que el autor se ha quedado en el regodeo alrededor de su propia cosecha: citas a los Beatles que llegan a hastiar, guiños a cuentos del propio Manual y a su autor, chistes fáciles, el deseo de divertir y sólo divertir (y no tomar el oficio con más seriedad y pensar cómo puede aprovechar al máximo el potencial que tiene en la punta de su lapicero).
Bien sabes, Aguirre, que si presentabas un cuento como “Sandrita, Patty Boyd y Michelle ma Belle” o “Café Milton y cordero con Saki” yo mismo te colgaba la medalla, con orgullo y alegría, y además me mandaba con unos aplausos. Pero por ahora me los guardo.
SIN COBIJO EN PALOMARESJUAN MANUEL CHÁVEZ
Si Jimmy Santi tiene su “Chin Chin”, Juan Manuel Chávez tiene su “Sin cobijo en Palomares”. Leí ese cuento por primera vez hace unos cinco años, cuando un amigo común me lo entregó (impreso y engrapado) en el patio de Letras de San Marcos. Al año siguiente me enteré de que Chávez había obtenido el Copé de Plata. Una vez publicado el volumen de ganadores, descubrí con sorpresa que se trataba del mismo cuento. Meses después, durante un taller de narrativa en San Marcos (al que me referí hace un tiempo en este blog), Chávez presentó al final del curso “Sin cobijo en Palomares”. Poco después, Sarita Cartonera publicó el mismo cuento en una de sus ediciones con texto único. Sonríen los desamparados, su libro de cuentos, se abre, por supuesto, con “Sin cobijo en Palomares”. Y ahora en Disidentes, cuando ingenuamente pensé que ya sería demasiado roche elegir el mismo cuento, me vuelvo a encontrar con “Sin cobijo en Palomares”.
Cada uno tiene derecho de elegir sus propios caballitos de batalla; el problema es que Chávez no ha elegido bien. La anécdota del multipublicado cuento es sencilla: en un pueblito de provincia, una pareja de hermanos que mantiene un amor incestuoso escapan de casa, se declaran miles de promesas, soportan las burlas y agresiones del pueblo, y al final el hermano es acribillado a balazos. Eso es todo. Ya que el desarrollo de la historia es esquemático, sin matices ni profundización psicológica, el cuento podía contarse tranquilamente en tres o cuatro páginas. Pero Chávez se manda con veinte. ¿Cómo hace para extender esa anécdota embrionaria, sin desarrollo ni sutileza alguna, hasta esa excesiva cantidad de páginas? Muy simple: acumulando frases hechas, una tras otra, casi hasta la desesperación o la chacota (”De la olla llegaba el neutro aroma de la insipidez”). Sólo en la primera página hay once gerundios. En la tercera línea descubrimos el modus operandi que Chávez ejecutará con saña hasta el final del cuento: “Pero él continuó sorbiendo la sopa en silencio, guardándose cualquier comentario; engullendo legumbres y menestras con el rostro hundido en el plato, zanjando el tema con su desidia”.
Por otro lado, el uso de los adjetivos es abusivo, indiscriminado y lleno de lugares comunes (todas las puertas son “desvencijadas”). Y los diálogos no son precisamente lo más destacado. Veamos una conversación entre la calentona parejita:
“- … Podremos permanecer juntos un tiempo más.- ¿Para qué?- Para contemplarte en silencio, engañada por tu rostro.- ¿Engañada?- Me estafaste, muchachito; caí seducida por una carroza que ahora vive empeñada en convertirse en calabaza.- Pues tú no eres ninguna princesa.- Lo era, hermanito. Ahora soy la bruja del cuento.- Bueno, hechicera, cumpla entonces su ofrecimiento: algo rico sobre la mesa”.
He revisado algunos cuentos de Sonríen los desamparados y debo decir que hay más de uno que pinta bastante mejor que el trajinado “Sin cobijo en Palomares”. Al menos hay otros que se dejan leer. Espero de todo corazón que Chávez realmente haya superado esa etapa tan oscura. Y que Jimmy Santi por fin deje de cantar ”Chin Chin”.
SEGUNDA PARTE
Tres o cuatro amigos me habían advertido que éste podía ser el grupo más parejo (”a ver cómo los vas a ordenar”, me dijo uno). Esos comentarios quizá olvidaban que el discutible asunto de poner medallas es anecdótico y accesorio (sólo era para darle un poco de color al asunto). Pero como ya empecé la semana pasada, me veo obligado a seguir adelante con mi medallero personal. En mi favor, debo decir que tampoco es para arañarse tanto: es lo mismo que ponerle estrellitas a las películas o hacer recuentos de “lo mejor del año”.
El problema no son las medallas en sí mismas, sino que su presencia puede distorsionar la manera en que son recibidas las reseñas. Tengo varios amigos y conocidos entre los antologados, y en la última semana me he dado cuenta de que les importa muy poco lo que escriba sobre sus textos, pero sí muestran interés por saber si les tocará alguna medallita o sólo una modesta mención. Supongo que esa vanidad de la que ninguno escapa despierta el espíritu de competencia. Como encargado de las reseñas, me gustaría que no se le diera a las medallas más valor del que realmente tienen, y espero que si en estas líneas hay algo que pueda despertar interés sean las reseñas y no el orden en que, con la mayor honestidad posible, he colocado a los escritores.
Finalmente, ya que eso parece importarle tanto a los escritores comentados, debo aclarar que las dos “menciones” de cada grupo no son de distinta jerarquía (no hay una “primera” y una “segunda”). Siempre irán en orden alfabético. Dicho esto, aquí los cinco de la semana:
MEDALLA DE OROLA TIERRA MÁS LEJANAMARCO GARCÍA FALCÓN
Muy bien recibido por la crítica cuando publicó su primer libro, Paris personal, García Falcón presenta en Disidentes uno de los relatos de su ópera prima. Puesto que el saldo es decididamente favorable, empecemos por los reparos.
La anécdota es sencilla: el narrador viaja a Paris buscando recuperar los pasos de su hermana menor, Vera, quien ha muerto en esa ciudad tiempo atrás. En el esquema que sigue el autor para desarrollar la historia, todo es previsible e incluso estereotipado: la hermana era una muchacha extraña (de chica jugaba en el jardín con amigos imaginarios), se encerraba a leer, escribía poesía, no se adaptaba a la sociedad (es talentosa, pero inútil). Tal como corresponde, Vera decide viajar a Paris a realizar sus sueños artísticos. Y, claro, al final se suicida. Sí, pues, suena conocido.
Pregunta fija: ¿entonces por qué “La tierra más lejana” es un cuento bastante bueno? En primer lugar, señalaré la razón que considero menos importante. García Falcón tiene un estilo que a grandes rasgos sigue el mismo modelo que utiliza la mayoría de los narradores antologados: un estilo cuidado, “bonito”, con imágenes, en algunos casos hasta musical. La ventaja de García Falcón es que ejecuta ese estilo con mayor soltura, y que tiene el buen gusto de casi nunca caer en excesos estilísticos que cortan la fluidez de la lectura.
Sin embargo, el mérito que considero más valioso, talento antes que oficio, es que el autor sabe contagiar al lector de una atmósfera espiritual que penetra en la piel y perturba, a pesar de que lo narrado no sea otra cosa que una suma de lugares comunes. A riesgo de sonar demasiado “impresionista”, utilizaré la palabra adecuada: lo que García Falcón tiene es un feeling arrollador que deja al lector inmóvil y con el libro abierto una vez concluida la lectura. Lo que García Falcón tiene (repito las palabras para enfatizar) es ese nervio que difícilmente se puede conseguir a base de esfuerzo y voluntad, esa marca de fábrica con la que, creo, uno nace o no nace (lo demás, en mayor o menor medida, se puede aprender).
Cuando el autor publicó Paris personal, creo que nadie hubiera esperado que pasen cinco largos años sin que llegara a nuestras manos su segunda entrega. A nombre propio, diré que me gustaría leer algo nuevo de García Falcón (a quien no conozco y sobre el que no tengo ninguna noticia). Con mayor oficio que en su libro debut, oficio que le permita deshacerse para siempre de los lugares comunes, los logros pueden resultar insospechados.
PS. Casi cedo a la tentación de servirme del nombre de Vera para lanzar una de esas hipótesis que a veces son tan divertidas (y a menudo injustificadas) al diseccionar un texto. Dejo la pelota dando bote: el nombre de la suicida es el mismo de la que quizá sea la más conocida esposa de un célebre escritor. En vista de que la familia de los personajes es polaca (no está tan lejos), la metáfora oculta, aunque cursilona, sería que Vera murió soltera sólo en apariencia (en realidad estaba casada con la literatura, personificada por Nabokov). En ese caso, sólo faltó que, de niña, Vera jugara a capturar mariposas y no a hablar con amigos imaginarios. Si el autor hubiera dejado esa señal, me lanzaba con todo a la búsqueda de más relaciones. Será para la próxima.
MEDALLA DE PLATAEL INVENTARIO DE LAS NAVESALEXIS IPARRAGUIRRE
No es poco lo que se puede decir a favor del cuento de Alexis Iparraguirre (en realidad, es tanto como lo que se puede decir en contra). Destaquemos en primer lugar, y no es poca cosa, que de todos los textos comentados hasta ahora, el de Iparraguirre es quizá el que más se ha arriesgado en la construcción de un universo propio. Ahí está su mérito, pero también su perdición.
Desde las primeras líneas, “El inventario de las naves” recrea un universo contaminado por una atmósfera de destrucción. En una época que se adivina como un futuro no muy lejano (recurso que, bien manejado, siempre le agrega cierta sensación perturbadora a un relato), el autor presenta la inminencia del colapso en dos situaciones paralelas: un extraño caso que debe resolver el comisario Dovidjenko (brutales asesinatos colectivos que incluyen cercenamiento de cuerpos), y feroces cambios climáticos a los que, de acuerdo a lo anunciado por los reportes, se sumará un huracán que amenaza devastar un mundo de por sí en decadencia (el catalizador externo que termina por hacer estallar la frágiles estructuras internas). La relación entre uno y otro hecho no es explícita, pero queda acertadamente sugerida. Más que pensar en el clima como metáfora de la violencia y degradación del mundo en que habitan los personajes, sería conveniente retomar la idea de corporización que Zizek aplica al interpretar Los pájaros (y en ese caso, el clima y el huracán son efectivamente reales).
Aunque el recurso no es en absoluto novedoso (Hollywood lo ha explotado en películas de diverso calibre), el relato gana interés conforme avanzan las investigaciones: todo indica que el serial killer ejecuta su proceso de aniquilamiento siguiendo una interpretación personal del Segundo Canto de La Ilíada. De manera que analizando detenidamente ese Canto, se puede anticipar los próximos movimientos del asesino. La idea no deja de ser atractiva: la única verdad, todas las posibles respuestas al pasado y al futuro, están en la literatura (muy bien representada por el texto homérico).
Hasta aquí todo muy bien. Pero hacia la segunda mitad del relato, el logrado universo que Iparraguirre ha puesto en marcha busca convertirse en una alegoría que nunca llega a cuajar. La presencia de un Borges a manera de un típico dios omnipotente resulta muy frágil (el final, homenaje a “Las ruinas circulares”, pretende ser coherente con esa idea, pero sólo consigue aumentar la sensación de que en algún momento la narración desvarió). A favor de Iparraguirre se puede decir que, como proyecto narrativo, el relato es complejo y ambicioso, y que tranquilamente aceptaría bastante más de lo expresado en estas pocas líneas. Pero esa misma complejidad es la que enfatiza la sensación de no haber logrado redondear adecuadamente los méritos alcanzados en las primeras páginas. Es como si el autor, sabiendo el material que tenía en las manos, se hubiese esforzado en llevar esa complejidad al extremo, por momentos gratuitamente, en busca de un tour de force rotundo, y en ese camino perdió de vista la funcionalidad del relato.
Finalmente, diremos que la lectura de “El inventario de las naves” permite iniciar una discusión que puede resultar interesante: ¿llegar a entender lo que el autor quiso decir necesariamente mejora la valoración de una obra? ¿Qué pasa si esa ideología no explícita apenas es una opinión sin mayor brillo ni desarrollo? Dejo las preguntas ahí y paso al siguiente texto.
MEDALLA DE BRONCEBUSCANDO A FORSTERPEDRO LLOSA
Primera virtud: el autor no es ningún gil. En uno de los diálogos, el narrador le dice a Eric Huiman, el héroe de la historia, que le recuerda a López, el tesonero morenaje a quien Ribeyro dio vida en “Alienación”. De esa manera, Llosa le quita a los ojos cizañeros la posibilidad de señalar una copia (y, como la filiación es evidente, ese gesto basta para convertirlo en un homenaje).
No encuentro elementos que me permitan hablar de “Buscando a Forster” como una parodia del cuento de Ribeyro. Podría ser una reelaboración libre que respeta las líneas esenciales de “Alienación”. Si López quería viajar a Estados Unidos, Eric Huiman, el protagonista de “Buscando a Forster”, sueña con vivir en Inglaterra. Un poco más ambicioso que el zambo López, el “trigueño Huiman” no se conforma con llegar a las islas británicas, sino que aspira a convertirse en estudiante de Cambridge. Si López utiliza la guerra para asegurarse un porvenir en suelo norteamericano (se ofrece como voluntario para ir a Corea), Huiman es menos belicoso pero igual de arriesgado: seduce a una inglesa impresentable que a sus treinta años sigue siendo virgen (se aplica la frase del tío Facundo Cabral: “con esa cara no era ninguna virtud”). Uno y otro personaje, el de Ribeyro y el de Llosa, llegan a vivir en su país añorado. Uno y otro, también, a pesar de ese aparente éxito terminan fracasando.
Mas allá de la anécdota, los dos cuentos también coinciden en ser narrados por un amigo del personaje principal (colectivo en el caso de Ribeyro), quien tiempo después va haciendo un registro de la historia de su esforzado compinche. En los dos cuentos las informaciones sobre los protagonistas son imprecisas, llegan de segunda mano o son completadas por la imaginación.
Por otro lado, las coincidencias formales son muy visibles (citemos una frase típicamente ribeyrana: “Edward Morgan Foster había sido un individuo que pasó por los claustros y las calles de Cambridge con mucha trascendencia y poca rebelión”). La prosa de Llosa, bien elaborada, le debe mucho sobre todo al Ribeyro del volumen Silvio en El Rosedal (y no sólo porque ahí está incluido “Alienación”). Como su modelo, Llosa consigue que el humor cumpla una función dentro de la secuencia de los acontecimientos, y no sea un simple chiste prescindible.
Un nuevo punto de contacto: cierta debilidad por la sentencia, utilizada a menudo por Ribeyro, sobre todo en sus diarios y en Prosas apátridas. En ese mismo camino, Llosa también pretende universalizar una situación particular y no cae tan lejos del aforismo: “desarrolló una dependencia imperceptible, un cariño que está en los gestos más inocuos y que mantiene juntos a los matrimonios viejos”.
Eric Huiman fracasa, pero no a la manera en que lo hacen los típicos héroes de Ribeyro (por ejemplo, los de “Una aventura nocturna” o “Espumante en el sótano”), quienes después de haber creído que al fin la buena estrella parece iluminarlos y ha llegado el instante en que todo está a punto de cambiar, vuelven a su triste realidad. Llosa le da un giro existencialista al típico fracaso ribeyrano. Es cierto que la ilusión del éxito se mantiene, pero no como una circunstancia definitiva sino como el cumplimiento de los pasos previos en el tránsito hacia el objetivo final. En el cuento de Llosa todo termina de acuerdo a lo planificado. Después de numerosas peripecias, Huiman consigue todo lo que quiere. Pero una vez logrado, el pobre Eric no sabe de qué sirvió o qué sentido tiene.
“Buscando a Forster” es un buen cuento, un cuento clásico, quizá demasiado clásico, pero como ha sido bien diseñado y está narrado con acierto y gracia, difícilmente puede decepcionar al lector. Menos aún a la fiel hinchada de Julio Ramón.
MENCIONES
LA ÚLTIMA ENTREGA DE JESÚS CAMARENAAUGUSTO EFFIO
Más de una persona me ha hablado muy bien de Lecciones de origami, el primer libro de Augusto Effio. Y al comentar el cuento elegido para Disidentes, alguien me dijo que no es de los más destacados del conjunto. Veamos qué pasa.
El protagonista es un visitador médico que viaja con frecuencia al interior del país. Siempre resulta interesante acercarse a un personaje que desempeña un oficio con el que la mayoría no tiene contacto, y que tampoco suele ser recreado literariamente (por ejemplo, la extraordinaria aproximación al universo de los traductores simultáneos que hace Javier Marías en Corazón tan blanco). En este caso, y por mucho que cite de memoria nombres de productos y compare a la gente que observa con las medicinas que ofrece, el protagonista no llega a ser un personaje del todo consistente. Un visitador médico no es otra cosa que un vendedor especializado, y como cualquier profesional de la venta que quiera sobrevivir en ese campo, debería ser un tipo al que nadie va a hacer cholito. Sin embargo, a Camarena se la hacen linda.
Cuando se habla de las cajas que debe entregar (siempre en cursivas de las que tranquilamente se pudo prescindir) muy rápido se despierta en el lector la certeza de que algo anda mal con ellas (y que ahí está la clave). Es demasiado evidente que sus viajes, su sueldo multiplicado y la bondad con que es tratado por su jefe Marino Celada (tampoco era necesario ilustrar en el apellido la jugada que le estaba haciendo) esconden algo sospechoso. Evidente para cualquiera, y para el lector antes que nadie, pero no para Camarena, quien le da muchas vueltas al asunto y tarda demasiado en descubrir que por ahí está la respuesta. Vamos a la historia: Camarena ha sido enviado a entregar sus productos al pequeño pueblo de San Cristóbal, donde tiene una amante. La esposa lo espera en casa y nosotros lo seguimos, paso por paso, a lo largo del viaje. La secuencia, narrada con una prosa a veces excesivamente recargada, se vuelve repetitiva y por momentos deja la sensación de que no se sabe hacia dónde va. Sin embargo, en medio de esa acumulación de palabras, el autor va dejando sembrados los datos que le servirán para su broche de oro.
Effio ha trazado con inteligencia la estructura del cuento, y el final que se esperaba (y que temí que el autor juzgara sorpresivo) es reemplazado por una variante mucho más interesante que justifica los pasos precedentes. El relato clásico al que Effio recurre como modelo (una progresión lineal hacia el final inesperado) es utilizado abusando de situaciones anodinas que, sin ningún atractivo por sí mismas, juegan exclusivamente para el desenlace. Por ello, el cuento hubiera quedado mucho mejor si el autor hubiese conseguido dotar de algún sentido previo a esas situaciones, y no sólo las acumule para que encuentren su justificación en la última página.
Camarena es una víctima y el cuento pretende (y en parte lo logra) que el lector también lo sea. Habrá que leer Lecciones de origami en su totalidad y comprobar si en otros relatos Effio consigue llevar a mejor puerto el oficio narrativo que, pese a los reparos, sin ninguna duda aquí demuestra.
DENTRO DE UNA TUBERÍA ROTAVÍCTOR FALCÓN CASTRO
Dos libros de cuentos han bastado para que el autor consiga perfilar un estilo bastante llamativo. Aunque los relatos incluidos en Cómo alterar el orden de todo y Mujeres a punto de alzar vuelo siguen un esquema tradicional de cuento, el tipo de escritura que Falcón ha elegido llama la atención puesto que lleva el minimalismo a un extremo que, siendo funcional, puede llegar a resultar chocante. Ilustremos la idea con un fragmento:
“Se sienta a mi costado. Tiene unos treinta años. Huele a alcohol y sostiene un cigarro con la boca. Vemos la película, me acaricia la pierna. Me desabotona los pantalones y hace los mismos con los suyos. Comienzo a chupársela. Escucho pasos y jadeos por todos lados. Quiere que lo acompañe a su carro”.
Los cuentos de Falcón vienen a ser una especie de versión naif del realismo sucio nacional de la década pasada. El autor retoma los tópicos de fines de los noventa (pesimismo juvenil, experiencias con drogas, la dificultad de encontrarle un sentido a la vida), pero sus personajes muestran una inocencia a veces incompatible con el universo representado.
A grandes rasgos, podemos dividir sus cuentos en dos. Un primer tipo, en el que Falcón alcanza sus mejores logros, estaría formado por relatos en los que un personaje de clase media (o media alta) se va adentrando en una realidad sórdida que no conoce. En estos cuentos, el lector va descubriendo de la mano del protagonista ese mundo oscuro en el que, a veces sin proponérselo, el personaje ha incursionado.
En el segundo tipo de cuentos, el protagonista de uno u otro modo pertenece a ese mundo sórdido. El problema es que su mirada sigue siendo la de alguien que observa algo que le resulta ajeno, y esa pureza no hace creíble su aparente familiaridad con los terrenos de degradación en los que se mueve.
“Dentro de una tubería rota”, el cuento elegido para Disidentes, pertenece a esa segunda clase de cuentos, y por ello no termina de convencer. El narrador relata sus peripecias en un cine porno, donde suele ir a pasar el rato y obtener algunas monedas a cambio de sus servicios. La geografía del lugar es previsible: caseritos que le invitan coca, gemidos altisonantes, condones regados en el baño, e incluso estereotipos totalmente prescindibles (”Se baja el cierre y la hace crecer. Es enorme”). Más allá de su adecuación o no a la realidad, en el cuento queda la sensación de que todas esas circunstancias no son más que el decorado que sirve para darle brillo y credibilidad a la escena
En mejores páginas de su dos libros, Falcón ha demostrado que es capaz de escribir cuentos redondos, aunque se le puede reprochar que todos son muy similares entre sí: una sucesión precisa de situaciones que desemboca en un final que busca ser sorpresivo (y a veces lo consigue). Falta ahora que demuestre que puede dejar de lado la fórmula narrativa que ha venido utilizando con éxito, y empiece a practicar jugadas más arriesgadas.
TERCERA PARTE
Quise poner el parche en la introducción a los cinco “disidentes” del lunes pasado, pero no me ligó: las medallitas volvieron a despertar la atención (y la discrepancia) de algunos lectores. La situación parece inevitable, así que voy a seguir la corriente y darle a las medallas más importancia de la que para mí tenían hasta ahora. Como tampoco se trata de maquillar el mal menor ni del embellecimiento por contraste, esta semana la medalla de plata queda vacante (aunque sea el segundo mejor, el texto que obtiene bronce puede darse por bien servido con esa distinción). Y no habrá dos menciones sino tres, ya que creo que ninguno de los cuentos sin medalla justifica su ascenso al podio.
Finalmente, dos precisiones. Primero, a riesgo de ser redundante, debo decir que la valoración es exclusivamente en base al texto publicado en Disidentes, no del libro de donde fue tomado, y mucho menos por el conjunto de la obra (en el caso de los que tienen más de una publicación). Segundo, las tres menciones de esta semana no son de ninguna manera de similar calidad. Si a alguien le interesan las comparaciones, implícitamente las reseñas dirán algo al respecto. Eso por ahora. El próximo lunes ya veremos.
MEDALLA DE OROLA CONSTRUCCIÓNEZIO NEYRA MAGAGNA
Con dos novelas muy distintas entre sí, había bastante material para elegir. Y la elección ha sido la mejor: creo que el texto de Neyra que recoge Disidentes contiene las mejores páginas de todas las que el autor ha publicado hasta ahora. Puesto que hace más de un año escribí una reseña a Habrá que hacer algo mientras tanto (linkeada abajo), creo que no tengo mucho que añadir al respecto. Sin embargo, quiero señalar que al releer ese fragmento he confirmado lo que escribo al final de la reseña mencionada: esas páginas permiten suponer que en el futuro Neyra entregará obras más logradas de las que ha publicado hasta el momento. Y, ya que puedo extenderme en el capítulo llamado “La construcción”, voy a referirme a algunos aspectos en los que en la anterior oportunidad no pude detenerme.
Creo que no fui muy preciso al explicar cómo Neyra consigue hacer creíble la absurda historia que narra (absurdo coherente con la alegoría que plantea la novela). Este capítulo, el mejor de los cuatro que componen Habrá que hacer algo mientras tanto, permite descubrir que el tono con que está narrada la historia es el que consigue dotar de fuerza y persuasión a la novela. El narrador de “La construcción” es frío, distante, desapasionado. Esto, que a simple vista puede sonar a defecto, es una virtud. Funciona muy bien porque lleva al nivel del lenguaje el escepticismo de los personajes y porque el estilo que utiliza el narrador constantemente manifiesta una posición crítica respecto de su propia tarea (construir una embarcación que sirva para escapar). El narrador explica y describe, pero no en esa línea que utiliza el ambiente para acumular páginas que nada aportan al desarrollo de la historia. Neyra no necesita esos desgastados ases bajo de la manga (que no tienen nada de ases y menos están bajo la manga). Las descripciones que utiliza son mucho más útiles e incluso necesarias, ya que construyen una perspectiva y afirman una posición sobre las actividades que realiza, sin las cuales el libro no sería el mismo.
En el tránsito que separa Habrá que hacer algo mientras tanto de Todas mis muertes, Neyra asumió el riesgo de reinventarse como escritor. El saldo fue uno de los posibles y no el mejor. Por ello, es mejor quedarse con ese primer libro y tomarlo como punto de partida para sembrar expectativas que, a pesar del tropezón de Todas mis muertes, siguen siendo enteramente justificadas.
MEDALLA DE BRONCELOS PUERTOS EXTREMOSJOHANN PAGE
El cuento de Page narra dos historias que, en distintos lugares y momentos, corren paralelas en capítulos intercalados. Aunque inicialmente no parecen tener mayor conexión entre sí, es obvio que en algún momento encontraremos el punto de contacto. Así que es cuestión de seguir leyendo para ver cómo-cuándo-dónde-por qué el autor imbricará las historias para que, apoyadas mutuamente, ambas adquieran un nuevo sentido que justifique la utilización de ese recurso.
Las dos historias que forman “Los puertos extremos” son de distinta calidad. La primera retrata un entorno familiar en la que el abuso (más que el uso) del lenguaje destroza los mejores intentos de buscar qué es exactamente lo que el autor quiso hacer. Podríamos citar numerosos ejemplos de frases que, por desgastadas, terminan siendo vacías (tipo “permaneció inmóvil observando la profundidad de la penumbra”). A cada momento se describe cómo está parado o sentado tal o cual, cómo es el paisaje que mira a través de la ventana, qué lejano recuerdo (irrelevante para la historia) viene a su mente. Lo que más se acerca a una anécdota (la pérdida de una vieja cantimplora que cae en un pozo) es bastante simple y no tiene mayor atractivo. Y la tensión que se anuncia entre algunos personajes apenas llega a ser trazos que nunca se sabe hacia dónde están dirigidos.
La segunda historia es mucho mejor. Aunque no escapa del todo de la tentación de la “frase bonita”, el relato avanza bastante bien, y consigue salvar al cuento de lo que, en la línea de la otra historia, hubiera sido un descalabro aparatoso. A grandes rasgos, esto es lo que ocurre: un prisionero de guerra sorprende a su custodio, le quita el arma y después huye buscando su salvación. El soldado tiene una cantimplora, que se adivina como la misma que cayó al pozo en la otra historia. Un objeto como vestigio de la guerra, una idea tan atractiva como segura (ya ha sido muchas veces utilizada). No es la memoria sino un objeto, un objeto oculto o perdido (la cantimplora que cae al pozo y algún día volverá a salir), el que sobrevivirá como testimonio. Inevitable pensar en el que debe ser el último ejemplo hollywoodense de ese tópico. Las cartas de Cartas desde Iwo Jima están enterradas, no son visibles, de la misma manera en que el terror de la guerra no es visible para la gente que vive décadas después de ocurrida. Sin embargo, las cartas están ahí, en algún momento saldrán a la luz, y a través de ellas se reconstruirá las historias íntimas, las no registradas por la historiografía, de la guerra. La presencia física de esos objetos sirve para reforzar la idea de “vestigio”, del resto que no se ha extinguido. El objeto (las cartas, la cantimplora) como símbolo de que, por muy antiguo que sea, el trauma de la guerra no ha desaparecido.
En el cuento de Page, la traumática experiencia de quien se entiende fue el abuelo de la primera historia, sobrevive en la cantimplora. Y acierta en elegir para el relato de la guerra la variante que más se acerca a mostrar el terror que ésta produce en el ser humano. Page no escribe sobre la guerra en un nivel macro, no presenta a altos mandos militares discutiendo estrategias (lo que, intuyo, tal vez no es muy distinto de las reuniones del directorio de una empresa). Por el contrario, el horror de la guerra queda muy bien escenificado en el escape de un prisionero anónimo, en el terror ante la posibilidad de ser nuevamente capturado. Lo que se narra es el lado menos racional del ser humano, activado en plena guerra, en su lucha por sobrevivir.
Al leer algunos párrafos de esta segunda historia de “Los puertos extremos” recordé las páginas de Soldados de Salamina en las que el falangista Rafael Sánchez Mazas se oculta en el bosque esperando el momento de su salvación. Narrada muchos años después y a manera de reconstrucción, al igual que la película de Eastwood, en Soldados de Salamina no hay cartas ni cantimplora, sino un testimonio. Pero el objeto, en este caso una persona, parece ser necesario para la reconstrucción. Por ello, el escritor que investiga la historia busca encontrar al anónimo soldado enemigo que le salvó la vida a Sánchez Mazas, y de esa manera comprobar que un hombre bondadoso sobrevive en un mundo en el que ninguna certeza parece mantenerse en pie. El escritor que investiga sabe que, si encuentra a ese soldado, será capaz de darle un nuevo sentido a su propia y arruinada vida.
Ese modelo de historias paralelas que, con variantes estructurales, también utiliza Soldados de Salamina (otra coincidencia), no es retomado por Page. “Los puertos extremos” no consigue volver necesaria la asociación entre una historia y otra. El cuento ha sido bien trazado, pero deja la sensación de ser mero artificio. El final, en el que se pretende esclarecer el punto de contacto entre las historias, no pasa de ser un débil intento por justificar a la fuerza la relación. Y aunque el cuento no deja de ser fallido, las páginas en que describe el escape del soldado fugitivo son suficientes para recomendar su lectura.
MENCIONES
UN PARÉNTESIS DE ALEGRÍAANTONIO MORETTI
La semana pasada, al comentar el cuento de Pedro Llosa, se mencionó que una de las situaciones típicas en los cuentos de Ribeyro ocurría cuando el protagonista estaba seguro de haber alcanzado un instante de gloria en medio de su vida gris. “Un paréntesis de alegría”, ya desde su explicativo título, sigue esa línea.
Aunque el personaje principal, a quien se llama El Inefable, no tiene características propias (”Cuando joven fue un soñador… Deseaba ser escritor y vivir en una buhardilla parisina con aromas de mujer europea”), se inscribe con facilidad en la serie de burócratas, marginales o consumidos por el tedio y la rutina de una vida sin brillo que caracteriza a los personajes de Ribeyro. El Inefable ha fracasado como poeta y ha trabajado como profesor por un cuarto de siglo (lo que siente como un desperdicio). Es un solitario que, en plena madurez, conoce a una chiquilla de diecisiete años que le hace despertar la ilusión de vivir un amor adolescente.
El cuento es sencillo y no muestra mayor pretensión en ningún nivel: la anécdota ha sido mil veces contada, el lenguaje es simple y directo, los personajes no están más desarrollados de lo necesario para la trama (aunque hubiera sido adecuado darle un poco más de consistencia a la musa adolescente). Ni siquiera busca ser sorpresivo en el final. Así que debemos destacar que el autor haya descartado darle “nivel” a su relato con un lenguaje altisonante. Moretti parece haber sido consciente de que su cuento no era de antología (aunque esté incluido en una) y la hace fácil y en pocas páginas (seis y media, el texto más breve de Disidentes). Por ello, el cuento nunca aburre y no presenta errores groseros (más allá de una frase que, por lo excesivamente común, debió ser tachada con plumón: “Lolita, pensó de inmediato” El Inefable al conocer a la chibola de sus sueños).
“Un paréntesis de alegría” se narra con perfil bajo y consigue ser un cuento limpio y honesto con su escasa ambición. Pero si esa honestidad de no hacer pasar gato por liebre es un acierto, no quita que sea finalmente gato lo que nos han ofrecido. No encontramos ninguna voz ni perspectiva personal, ningún intento de darle un giro a los tópicos ya explotados por nuestra tradición realista (no en su versión totalizadora, sino en la barrial). Nada que lo diferencie de lo ya leído muchas veces. Es cierto que en su propia estructura y desarrollo, el cuento manifiesta que no pretende ir más allá de donde efectivamente va. Pero de un cuento incluido en una antología esperamos algo más.
TSUNAMISUSANNE NOLTENIUS
A una dama ni con el pétalo de una rosa, diría “Galán antiguo” Stagnaro. Pues bien, Noltenius es la primera mujer “disidente” que me toca reseñar, y sirva la frase inicial para afirmar algo con lo que muchos podrán estar en desacuerdo: no puedo olvidar que una mujer escribió este cuento. Y tampoco podría: el que, al menos en apariencia, es el tema principal de “Tsunami”, el temor a que el marido se vaya con una mujer más joven o más bonita, ya es tema recurrente en nuestra tradición (el caso extremo podría ser la poco feliz colección de relatos Atado de nervios de Giovanna Pollarolo).
Si en la mayoría de ficciones de temática amorosa escritas por narradores peruanos en los últimos años el eje del relato es la imposibilidad de acceder a la mujer que se desea, en las ficciones que escriben las mujeres los personajes femeninos ya tienen a su lado a la persona que aman, pero tienen miedo de perderlo (alguien debería analizar con detenimiento esa diferencia). Para el hombre, es un reto (que normalmente no se alcanza); para la mujer, una amenaza (que casi siempre llega a cumplirse). De manera distinta, hombres y mujeres fracasan por igual. Será que es muy difícil escribir un final feliz sin caer en la cursilería, o que quienes no fracasan en la realidad jamás perderían su tiempo escribiendo al respecto (o, simplemente, escribiendo).
Veamos cómo aborda el tema el cuento aquí comentado: Mariela está a punto de cumplir cuarenta años, tiene dos hijos chicos, está casada con Carlos y se va a pasar una temporada a la playa con los niños (el marido se queda en casa). En ese nuevo universo marino, la protagonista establece relaciones con otras mujeres de su misma edad, algunas de las cuales ya eran previamente sus amigas. La más cercana es Inés. Y luego conoce a Susana, amiga de Inés, quien hace honor al título del cuento, ya que aparece en escena realmente como un tsunami ante el cual Mariela se siente opacada (si no destruida).
La difícil relación con Susana, que se intuye viene acompañada de un ligero sentimiento de inferioridad, evidencia el tema de fondo del cuento: la mujer que al acercarse a los temidos cuarenta (temido no sólo por las mujeres, basta recordar El pozo de Onetti) siente que se va perdiendo a sí misma. La crisis existencial que afronta Mariela al darse cuenta de que ya no es la de antes se centra especialmente en el deterioro del cuerpo (de ahí las diversas menciones al aspecto físico, como las nalgas caídas, y la comparación con Inés, quien “todavía no se tiñe el pelo”). A esa creciente sensación de pérdida, la protagonista incluye el exagerado temor de que uno de sus hijos se le pierda (quiere tenerlos siempre a la vista), y también el celo adolescente de que su mejor amiga se consiga otra que la desplace (Inés y Susana). Y a esos temores que amenazan destruir las bases en que descansa su identidad, Mariela le suma uno que aparece como el mayor: que el marido la deje.
El tsunami que se anuncia en los reportes televisivos y en los periódicos vendría a ser la representación de la suma de amenazas en que se siente atrapada. Mariela ha perdido su antiguo aspecto físico y con ello su seguridad, ya no confía en sí misma como ser socialmente aceptable (o apetecible). Por ello, todo se vuelve sospechoso, todo se puede derrumbar (Carlos la puede abandonar).
Más allá de un desarrollo coherente con el planteamiento de la historia, la mayor virtud del cuento es la capacidad de sugerencia que Noltenius consigue al describir las relaciones sociales que Mariela establece en esos días de playa. Casi siempre estas relaciones presentan una tensión que no es del todo explícita. Todo queda en suspenso, siempre hay una amenaza no necesariamente justificada (por ejemplo, Mariela ve a una mujer en la playa y de inmediato piensa que a Carlos podría gustarle).
Pero si la lección de la sugerencia es bien utilizada a lo largo del relato, no ha sido del todo bien asimilada en el inicio. Las primeras páginas, las más flojas del cuento, tienen serias dificultades para alzar vuelo. La historia, lejos de despegar rápidamente, queda estancada entre frases que hubiera sido conveniente eliminar, sobre todo símiles que afianzan la escasa fluidez del relato: “las relaciones se vuelven intermitentes como una línea punteada” (por superficial) o “hijos de diferentes edades circulan alrededor de cada una, dibujando órbitas, como satélites” (por obvio).
A pesar de las virtudes, “Tsunami” no es un cuento bien logrado porque por momentos cae en un discutible facilismo al elegir las circunstancias que representarán el resquebrajamiento de su mundo interno. Por ejemplo, la ambigua y escueta relación con un hombre que conoce mientras acompaña a sus hijos a clases de natación. La relación nunca llega a consumarse (ni siquiera acepta tomar un café con él), pero cuando conversa con Inés al respecto, su aparentemente liberal amiga opina que en esas pocas y breves conversaciones “ya hay una infidelidad”. Esta visión excesivamente cucufatona va de la mano con una representación de la mujer que no deja de tener visos de machismo. No sólo por la concepción del relato, que coloca al esposo en el lugar central de lo que se teme que pueda quedar devastado, sino porque ella misma se sitúa intelectualmente en una posición desfavorable respecto de él. Un ejemplo: cuando su esposo le explica a un grupo de amigos las previsiones que deben tomar ante la posibilidad de que el tsunami llegue a las costas, “Mariela no entiende bien a qué se refiere Carlos, pero igual piensa que ha dicho algo inteligente y lo admira por eso”.
Puesto que la escritora ha demostrado haber aprendido muy bien la lección de la sugerencia, incluso en el innecesario episodio con el hombre de la piscina, quizá debió aplicarla también en la principal metáfora de la historia. El tsunami nunca llega, lo que podría interpretarse como que Mariela, después de tantas dudas, finalmente siente que sigue teniendo todo bajo control. Pero si el tsunami nunca hubiera sido mencionado fuera del título, o si se hubiera mencionado menos explícitamente, se habría enriquecido la sensación de próximo desastre que acompaña a Mariela (y con ella al lector) a lo largo del relato.
HOSPITALSANTIAGO RONCAGLIOLO
Sobre Santiago Roncagliolo es posible encontrar muchas reseñas en distintos medios de varios países. Así que pensé que ésta podía ser una buena oportunidad para dejar de lado sus dos novelas más difundidas y comentadas, y escribir sobre un cuento que se mantiene a la sombra de las obras más conocidas. Ésa era la idea, pero después de leer el cuento, voy a hacer exactamente lo contrario de lo que pensaba. Si tenía previsto leer y escribir sobre “Hospital” como si no existieran Pudor y, sobre todo, Abril rojo, terminaré escribiendo sobre algo que incluso va un poco más allá de sus libros: la manera en que son recibidos, el lugar desde el que los juzgamos. Así que esta reseña servirá para hacer algunas preguntas (más que para ofrecer respuestas) al respecto.
Estas líneas pueden ser las más discutibles y las más fáciles de desbaratar de todas las que escriba a lo largo de las veinte reseñas a Disidentes. Así que daré una de esas opiniones que yo mismo destruiría rápidamente si la escuchara en boca de otro, pero que en la intimidad, dejando de lado los años de estudio en la carrera académica de literatura y la ruma de textos teóricos, admitiría que no es en absoluto descabellada. La idea es la siguiente: tengo la impresión de que a los peruanos nos cuenta leer a Roncagliolo (o a Daniel Alarcón, el otro joven narrador más exitoso) de la misma manera en que leemos a otros escritores de la misma generación. Obviamente, no espero que abordemos el texto en estado virginal, lo que además de imposible sería inútil. Cada uno tiene sus propios y necesarios parámetros al momento de enfrentarse a un texto (unos más refinados y válidos que otros, por supuesto). Así que no me refiero a esa esquema mental preexistente al abrir un libro cualquiera, sino a la manera en que manejamos los datos extratextuales, la envoltura en la que un libro de, por ejemplo, Roncagliolo, llega a nuestras manos.
Para no hablar por nadie más que por mí mismo, diré que por mucho esfuerzo que haga, y por mucho que sepa que las circunstancias son accesorias y el texto es lo importante, me será imposible leer Abril rojo de la misma manera en que lo leería si el autor fuera un desconocido y yo hubiese comprado el libro en un remate de a luca. En esa misma línea, no sé a cuántas personas les hubiera gustado Abril rojo si ésta aparecía clandestinamente en una edición de autor. En el caso de Roncagliolo (quizá también en el de Alarcón), creo que las circunstancias extraliterarias pueden jugar en su contra: la valla ha sido colocado previamente a una altura bastante alta, las expectativas son mayores, quizá esperamos demasiado. Y todo esto en base la información previa, antes de abrir el libro.
No es lo ideal, pero creo que es lo que sucede. Leí Pudor hace un par de años y no estoy tan seguro que de la mala opinión que me quedó hubiera sido la misma si el libro hubiese sido escrito por el desconocido amigo de un amigo. Aunque el análisis de un crítico puede mantenerse inalterable, el sesgo de la lectura y la valoración de un lector común puede sufrir alguna alteración. Si el escritor publicaba en una editorial desconocida y nadie le daba bola, probablemente hubiese rescatado las virtudes (porque las tiene) de una novela como Pudor. Pero si el mismo texto aparece internacionalmente en Alfaguara pierde el beneficio de la duda (la vecina que nos parece un cuero siempre será más fea que la top model que decimos que sólo está en algo).
En sentido opuesto, la envoltura mediática y editorial también puede jugar a favor de los autores, sobre todo con los lectores menos expertos. El haber ganado un premio de prestigio puede llevar a leer un libro mediocre en su totalidad o con mas atención (hay que seguir porque “algo debe tener”). Y, en el caso extremo, un lector de un libro por año puede terminar pensando que simplemente no lo entendió.
Las preguntas que por ahora no me animo a responder: ¿la crítica juzga los libros independientemente de las circunstancias que rodean su publicación? Si no lo hace, ¿está cometiendo un error? ¿O se justificaría que la reseña tome en cuenta el prejuicio a favor que puede tener un libro galardonado? Podría ser que sí. Es evidente que un lector no especializado puede asumir que el prestigio de un premio lo convierte de inmediato en un buen libro, y por ello no estaría del todo errado tratar al libro con mayor severidad. Así que la última pregunta es: ¿es válido que la crítica no olvide las expectativas del público al escribir una reseña?
Finalmente, vamos al texto que motivó la digresión anterior. Hace buen tiempo, y esto es sólo un intuición, que me parece que quizá no haya otro narrador joven en el Perú capaz de contar historias con la facilidad con que lo hace Roncagliolo (aunque eso, por supuesto, no lo hace mejor escritor que los demás). Creo que si uno lleva a tomar unas chelas a Roncagliolo y a otros escritores jóvenes, ninguno podría sacar de ahí una historia con la rapidez con que lo haría Roncagliolo, aunque en la noche no haya ocurrido nada especial. Uno lo lee y parece fácil (y tengo la sospecha que sí le resulta muy fácil. En todo caso el talento sería uno semejante: lo disimula mucho mejor que los demás). El problema es que ese talento para narrar historias permite la aparición de un cuento como “Hospital”. Un tipo sin mucho talento se sienta a teclear y no le sale nada. Roncagliolo teclea y sale “Hospital”. Por ello, el cuento no es malo, pero es de una tibieza decepcionante. Uno de esos relatos que permiten llegar hasta el final sin tirar el libro al otro lado de la habitación, pero que una vez terminados dejan la sensación de que nada ha cambiado, que no han añadido absolutamente nada a nuestra experiencia de lectores. Uno de eso cuentos cumplidores, fácilmente olvidables.
En “Hospital” el narrador es un joven que viaja a Sao Paulo con su padre para acompañarlo en una operación al corazón, en la misma época en que se juega la Copa América. No sucede gran cosa durante el viaje, y si el relato tiene algún interés se debe al oficio que demuestra el escritor. Un par de pinceladas le bastan para transformar a sus personajes en seres medio excéntricos, todos con una peculiaridad que los distingue (se adivina que más en la mirada del narrador que en la realidad): el encargado de la cafetería, un mitad paraguayo que le enseña frases en guaraní, es evangélico y le habla de la salvación; los pacientes de la clínica son todos “viejos verdes juergueros y bonachones” que andan “metiéndole mano” todo el día a las enfermeras, quienes, para no quedarse atrás en su colorida descripción, son siempre “gordas y malhumoradas”; un obeso psicólogo que trabaja en un manicomio le invita unas cervezas mientras ven un partido de fútbol. Pero los encuentros del narrador con esos personajes no cambia en absoluto su perspectiva ni su relación con el nuevo entorno que lo acoge. Por ello, ese catálogo de pintorescos personajes se siente menos como una descripción auténtica del mundo representado, y parece más el intento del narrador de presentarse a sí mismo como un sujeto acostumbrado a relacionarse con seres que no parecen muy “normales”. Es como si los otros personajes existieran sólo para que él los conozca.
Brasil golea a Perú en el Maracaná la tarde en que el padre es operado, y en la aplastante victoria auriverde queda simbolizado el fracaso de los dos peruanos en tierras paulistas. Pero tengo una analogía que me gusta más: el fracaso de la selección es el mismo fracaso de un relato que cae goleado frente al facilismo con que, en este cuento, el autor ha desaprovechado su indiscutible talento.
FINAL
Escribir veinte reseñas en veintidós días ha sido una tarea complicada por varias razones. El principal obstáculo fue el peligro de la repetición (cualquiera que haya escrito reseñas continuamente lo debe saber mejor que yo). Con los “disidentes” esa dificultad se vio potenciada ya que todos los escritores comparten el país de origen y un rango de edad que no abarca más de quince años. En consecuencia, varios de ellos tienen similar experiencia vital, las mismas lecturas e influencias y, en algunos casos, las mismas virtudes (y también defectos).
A pesar de que no hubiera sido difícil formar parejas o tríos de cuentos que me producían la misma respuesta, he intentado que ninguna reseña suene demasiado parecida a cualquiera de las otras diecinueve. Veinte reseñas en tan poco tiempo permite explorar nuevos terrenos si uno no quiere parecer siempre el mismo. Espero no haber desaprovechado el reto. Y aquí les dejo el medallero final.
MEDALLA DE OROSELTZCARLOS YUSHIMITO
Estimado Yushimé: ya sé que en un par de días, cuando cuelgue en este blog las líneas que ahora estoy escribiendo, vas a meterme una llamada o vas a escribir un mail, ofendido tú, reclamándome por lo que desde afuera puede parecer un paleteo entre “habladores”. Pero hace tiempo, cuando publicaste Las islas, te lo dije: “Seltz” está fuera de lote. Así que esto no tiene nada que ver con la amistad, pero sí mucho con la justicia: al cuento que presentas en Disidentes no hay nada que reprocharle.
Sí, ya sé, esta reseña no te causará gracia. Piña pues, yo no escribo para la tribuna. Qué quieres que haga, no tengo por dónde maletearte. En “Seltz” todos los detalles, incluso los que aparentemente no cumplen una función decisiva para la historia, se unen y encajan a la perfección. Puede que esto no sea muy visible en la superficie, pero crea un fondo que se manifiesta en la sensación de que todos los elementos están en su lugar.
Algo sobre la historia: Toninho, el protagonista de “Seltz”, trabaja en una sucursal de una cadena de tiendas de electrodomésticos, en la que todos los televisores encendidos proyectan simultáneamente Discovery Channel. Toninho observa con especial atención las descripciones de la vida animal, y aprende que los lobos agachan la cabeza al admitir su derrota ante a uno de sus congéneres. Cuando eso ocurre, la lucha se da por terminada. La lección es simple pero efectiva: se necesita pelear dentro del clan para respetar las jerarquías, pero no llegar a matarse (los enemigos siempre estarán fuera). Y Toninho es también un animal, en más de un sentido. Es un animal en cuanto ser inferior frente a su admirado Bautista, hijo del millonario propietario de la cadena de tiendas y dandy sin parangón en todo Río de Janeiro. Y también porque esa animalidad manifiesta en el sometimiento al amo se materializa en su trabajo: Toninho se disfraza de cocodrilo y baila para los niños en las afueras del local para atraer a sus padres, clientes en potencia, a la tienda.
A Toninho se le presenta la oportunidad de deshacerse de ese lado animal que no parece satisfacerlo. Y por ello recurre a una traición que lo revindique. A su manera, el protagonista busca reestablecer su lado humano ganándole a su amo una partida en el terreno que más domina (las mujeres). Sabe lo que le espera, pero está dispuesto a dar batalla.
“Seltz” es un cuento sobre la reivindicación del ser humano (y contiene más de una metáfora sobre la que no me voy a extender). Pero no sólo funciona porque todas las piezas son necesarias y se complementan, sino también porque, con mayor eficacia que en cualquier otro cuento de Las islas, el lenguaje ha conseguido trasladar al plano sonoro el espíritu exótico y sensual de Brasil. Por ello, en “Seltz” todos los elementos (la anécdota, los personajes, las circunstancias aparentemente decorativas e incluso el lenguaje) conforman una maquinaria narrativa sin fisuras que permite ir de un extremo a otro sin respiro.
No voy a decir más. Y si alguien piensa que estas flores son sólo porque jugamos en el mismo equipo, no es mi culpa. Sorry, chino. Cada palabra que utilice, por muy bien puesta o muy sincera que sea, jugará en mi contra. El que no me cree, que lo lea. Yo cierro el pico. Y ahí te dejo la de oro, para que patalees un rato.
MEDALLA DE PLATAEUCARISDANIEL SORIA
Si había un tapadito, un golpe a la cátedra, una sorpresa en esta antología, ése es Daniel Soria. Nunca lo había leído y lo único que había escuchado de él, hace ya mucho tiempo y por boca de un amigo común, no eran elogios sobre su calidad de escritor, sino por su talento para preparar el mejor pisco sour de Lima. Nuestro amigo no es precisamente un intelectual, así que al descubrir que me interesaban los libros, no tardó en contarme que tenía un pata al que también le gustaba la literatura, como quien te dice que conoce otro con tu misma enfermedad para que no te sientas tan mal o como quien comprueba con sorpresa que hay más de uno que la sufre. Y así me enteré de que Daniel Soria existía, que había publicado un libro del que nunca había escuchado y, por supuesto, de su pisco sour.
Mucho después de esa remota información, casi simultáneamente probé el famoso pisco sour, leí su cuento y comprobé que el autor tiene la misma habilidad con las palabras, los personajes y la tensión narrativa que con el quebranta, el jarabe de goma, la clara de huevo y el limón. Pero sobre todo con el amargo de angostura: Soria no sólo conoce la receta, sino que sabe colocarle con acierto el toque personal, el dash que corona la faena.
La historia de “Eucaris” va de un extremo a otro con una decisión incontenible. El tono puede ser similar al del realismo sucio versión nacional, pero con una variante que lo enriquece: el protagonista ya no está en plena efervescencia malditona; ya creció, ya maduró, ha conseguido un buen trabajo, se ha plantado. Este cambio de perspectiva permite que el cuento no sea un relato sobre las aventuras de un adolescente sino una reflexión sobre el pasado. El protagonista se mira al espejo y observa en su aspecto físico la factura que dejaron los excesos de su no tan lejana juventud. Y en ese envejecimiento prematuro queda corporizada la vigencia de ese pasado que nunca se ha ido del todo, que siempre será una amenaza.
Quizá la virtud más llamativa del cuento es su capacidad para reflexionar a través de acciones y no en base a descripciones del mundo interior del personaje. Con este procedimiento el relato se dinamiza. Las circunstancias suceden una tras otra, pero son más que una simple acumulación de eventos. El relato tiene un aire de tragedia, todo lo que sucede parece inevitable. A diferencia de la tragedia clásica, en “Eucaris” el destino no es una marca de fábrica, sino la consecuencia de acciones pasadas que nunca dejarán de marcar un camino que aparece como inevitable. Por ello, la visión fatalista es exactamente igual.
Más allá de la anécdota (la madre que vive en el extranjero hace una década anuncia de pronto que va a regresar al país por un par de semanas), el tema del cuento es la lucha, perdida de antemano, contra el propio pasado. Y la incapacidad de manejarlo, incluso en las situaciones que parecen más inocentes.
En la época en que vivía con su madre, muchas plantas adornaban la casa. El protagonista sólo se preocupó por mantener con vida un eucaris, el símbolo de una época que se resistió a extinguirse. Pero el protagonista fracasa al intentar burlar su pasado. Por ello, la brutal destrucción del eucaris al final del cuento es el intento inútil de deshacerse de lo que a pesar de todo habrá de persistir. Basta mirarse al espejo, como el protagonista. Lo que alguna vez estuvo nunca se irá.
MEDALLA DE BRONCEPISCINA / SALVAVIDASCLAUDIA ULLOA
Los dos cuentos breves de Claudia Ulloa que recoge Disidentes se encuentran en un estanco separado en relación al resto de antologados. En reseñas y balances sobre la nueva narrativa peruana, se insiste en la “prosa poética” como característica articuladora de El pez que aprendió a caminar. Creo que esa etiqueta, aunque no esté del todo equivocada, no capta lo esencial de los textos incluidos en Disidentes.
Antes que la “prosa poética”, la característica representativa y distintiva de “Piscina” y “Salvavidas” es la mirada. A Claudia Ulloa, al menos en los dos textos de Disidentes, no parece interesarle atrapar con la historia. La escritora renuncia a los lectores que buscan peripecia, sorpresa, emoción (aunque, a su manera, igual atrapa). Lo más interesante no son los juegos de lenguaje, el ritmo de la prosa. Puede ser lo más visible, la envoltura bajo la cual surge el verdadero espíritu de los cuentos: la forma en que el narrador observa el mundo y ofrece una perspectiva única del mismo.
De esa manera, el narrador adquiere un protagonismo intrínseco, ya que se antepone a lo que está narrando. Se distancia del objeto y lo reconstruye. El mundo surge a través del tamiz de su mirada, y la lectura es un descubrimiento de ese universo que, en circunstancias cotidianas (una piscina, el proceso de matrícula en una universidad), aparece como visto por primera vez.
“Salvavidas” y, sobre todo, “Piscina” me hicieron pensar en el Nuevo Cine Argentino. Anécdota mínima, personajes solitarios y sin mayor brillo, circunstancias cotidianas. No hay una gran historia que contar (los personajes nunca las vivirán). Lo interesante es lo que flota a lo largo de las páginas sin asentarse en ninguna: la posición del observador. Y ello desemboca, como no podía ser de otra manera, en un tono personal (en este caso, tal como se ha dicho, en una prosa poética).
Es cierto que, si nos ponemos kantianos, todo objeto siempre será inaprensible por sí mismo y sólo reconstruido a través de la mirada. Pero ya que estamos comentando un texto literario y no en una discusión filosófica, supongo que podemos aceptar que no todos los textos tienen una mirada personal. Y Ulloa la tiene en tal medida que desplaza por completo las pequeñas situaciones que son narradas. En el primer texto, la narradora utiliza la piscina como motivo para desarrollar una pequeña visión del mundo. Si algunos escritores utilizan la historia para desplegar un estilo, Ulloa lo hace para desarrollar una perspectiva. Y eso siempre será valioso. Habrá que preguntarse si, a lo largo del libro, ese atractivo se vuelve repetitivo y si, a pesar de todo, siempre será necesario echar mano a los recursos clásicos para no caer en una infinita y tediosa reiteración. O si acaso esta posición única e intransferible del observador es suficiente para sostener un texto literario de mayor extensión. En el formato pequeño va muy bien. Veremos qué pasa si la escritora se anima (tranquilamente podría no hacerlo y no estaría mal) a ejecutar el mismo procedimiento utilizando más cantidad de páginas.
MENCIONES
UN BESO EN LA FRENTEMIGUEL RUIZ EFFIO
Penúltimo texto a comentar, cuento de temática amorosa: buena oportunidad para hacer algunas relaciones con algunos reseñados previamente. En el cuento de Llosa, el amor es utilizado para irse a vivir a Inglaterra, es el mecanismo que permite alcanzar un objetivo personal; Yushimito sigue esa línea, pero con un alcance mayor: no es el futuro de su protagonista sino la posibilidad de una reivindicación consigo mismo dentro de una estructura social desfavorable lo que está en juego; para Moretti el amor es el alambique que puede transformar una vida mediocre en una plácida existencia; para Noltenius, el cimiento que garantiza la estructura de su identidad.
De una u otra manera, y en mayor o menor grado, todos esos protagonistas se sirven del amor para un objetivo que lo trasciende, lo utilizan como un medio para consolidar o alterar la relación con ellos mismos. En “Un beso en la frente”, Ruiz Effio ofrece una perspectiva más romántica que todas las anteriores: el amor autotélico, la necesidad de la persona amada sin que ello cambie en absoluto la visión que su protagonista tiene de sí mismo. Un amor ideal que se mantiene exactamente igual después del matrimonio (eso sí está un poco raro). Por otro lado, es interesante que la historia se haya planteado a contracorriente de nuestra tradición. Se invierten los roles: el hombre es el que ha perdido a la mujer y tiene la esperanza de recuperarla. Podríamos decir que es un relato masculino narrado desde un perspectiva femenina.
En las primeras líneas del cuento nos enteramos de que Rosa, la mujer del protagonista, lo ha abandonado por otro. Con esa información, todo lo que viene en adelante es soportable (y también disfrutable). El narrador le escribe una carta a la mujer, una carta que nunca le entregará. En ella recuerda cómo la conoció y la hace aparecer como una mujer idealizada que podría pasar tranquilamente como la chica que nunca le dio bola (su ausencia permite esa idealización). Si Ruiz Effio hubiera planteado el cuento así, éste se caía muy rápido. Pero saber que la mujer ha sido su esposa le agrega un valor adicional a su dolor, lo hace más real. Y su reclamo deja de ser el lloriqueo adolescente por la chica que nos rechazó, y se convierte en una necesidad (la mujer y la recuperación del pasado juntos). Por todo ello, el cuento no sólo funciona, sino que incluso puede emocionar. La voz del narrador llega nítida, sincera, se siente auténtica (desprestigiado adjetivo en la critica literaria, pero alguna vez había que usarlo).
La manera en que está narrada la historia hace que podamos disfrutar de algunas líneas que, por separado, no son precisamente inspiradas: “Y me fui acostumbrando a su ausencia, al vacío que no pude llenar porque no encontré nunca a nadie más que calzara a su medida, que tuviera sus manos, que me nombrara como lo hacían sus labios”. Créanme, esas líneas no aptas para diabéticos, una vez insertadas en el texto, dentro del tono emocional con que transcurre el cuento, funcionan muy bien.
Lo que sí entorpece el relato es la intromisión del narrador cuando pretende generalizar a partir de su experiencia (”el amor es así: nos lleva a actos extremos, algunas veces ridículos, otras veces desesperados”). O sea, bacán que sufras (el narrador, digo, no el autor), que tire la primera piedra el que no alguna vez, pero de ahí a pegarla de filósofo del amor ya como que no cuadra. Y el otro reparo es el final, sobre el que no diré nada, pero que no es difícil intuir. Ahí el autor se decidió por la fácil (lo mismo debió hacer su personaje en lugar de chillar por Rosita) y entibió lo que hasta entonces iba bastante bien. Con todo, el cuento se disfruta. Preparen los pañuelos, que a un lector recorrido no es fácil conmoverlo. Pero a este pata por momentos sí le liga.
LAS FLORALIASCHRISTOPHER VAN GINHOVEN
Regresar al punto de partida: la vieja clave. Hace tres semanas comenzamos las reseñas con una analogía futbolística. Ahora que llego a la última es conveniente retomarla. Al día siguiente de un partido, al calificar a los jugadores del uno al diez, los periodistas deportivos utilizan la frase “sin puntaje” para los jugadores que han saltado a la cancha cuando el segundo tiempo ya estaba avanzado. No es que hayan jugado bien o mal, simplemente que no tuvieron el espacio suficiente para demostrar lo que podían o no podían hacer dentro del campo. Exactamente lo mismo ocurre con el texto de Van Ginhoven en Disidentes (un fragmento de La evasión, novela que no he leído).
¿Qué iba a decir sobre “Las floralias”? Pensé que podía salir del paso aplicando una vieja regla utilizada sobre todo con los poemas: cuando no entiendas nada, léelo como si fuera una metáfora de la vida o una metáfora del mismo ejercicio literario (algo saldrá). Pero descarté ese procedimiento. El texto es un fragmento de novela, no podía ponerme hermenéutico intentado descubrir en él lo que tal vez se contradecía o evidenciaba en el resto de la novela. También pensé leerlo como cuento. Pero en ese caso el saldo no hubiera sido muy favorable, y no tenía por qué serlo, ya que el texto no fue escrito para ser leído de manera independiente.
Es cierto que no es el único fragmento de novela incluido en Disidentes, pero me parece que los otros dos soportan mejor una lectura fuera de contexto (o tal vez por sí haber leído Casa de Islandia y Habrá que hacer algo mientras tanto me quedó esa impresión). Sin el resto de la novela me faltan datos, me resulta imposible entender a cabalidad ese episodio. Más que un fragmento, sería adecuado llamar una “muestra” a “Las floralias”. Sola no se defiende, no funciona. Y eso no necesariamente es una falla del texto, sino de su separación de la novela en el que está incluido.
Creo que lo más sensato es describir brevemente el fragmento. Diré con cautela, ya que en cierto sentido estoy avanzando a ciegas, que “Las floralias” parece estar compuesto por dos monólogos, realizados por dos personas distintas (o acaso una sola) a las que el público confunde entre sí. El ambiente descrito es exótico, se mencionan jaguares y se intuye una espesa vegetación. En la exuberancia de ese ambiente, se desarrolla un show (puede ser un circo). El tema parece ser el de la identidad (aunque quizá aquí ya esté utilizando alguna formulita). El discurso homodiegético con el que la totalidad del fragmento está compuesto consigue desarrollar una voz. Pero la historia que esa voz narra es confusa (supongo que no lo será, al menos no en ese nivel, leyendo todo el libro). No sé hacia dónde va, ni siquiera sé si ese fragmento está al inicio o al final de la novela.
No puedo decir nada contra el texto, pero sí algo contra su selección. Si Van Ginhoven no tenía ningún cuento para la antología, hubiera sido conveniente elegir un fragmento capaz de valerse por sí mismo con mayor fortuna. Así que, con las disculpas del caso, “Las floralias” aparece como “mención” sólo para mantener el formato. Lo más justo sería hacer como los periodistas deportivos y sentenciar: sin puntaje.

Publicado en El Hablador

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