viernes, 19 de diciembre de 2008

Jeremías Gamboa sobre LA LÍNEA EN MEDIO DEL CIELO


PALABRAS DE PRESENTACIÓN. FERIA DEL LIBRO RICARDO PALMA
LA LÍNEA EN MEDIO DEL CIELO
Por Jeremías Gamboa

“La primera línea podría ser el hotel”, señala, en la primera línea, el elusivo narrador de la primera novela de Francisco Ángeles, La línea en medio del cielo. Podría ser el hotel, sí, en donde ha habido un crimen de proporciones que le da al lector la sensación de entrar en una corta y trepidante novela policial, pero podría también ser una banca solitaria, la escena de una boda, una conversación en un local de bailarinas, un cielo estrellado o un chico mirando fotografías. O cualquier cosa. En el mundo de ficción de Ángeles cada línea es como un salto al vacío, cada línea podría ser cualquier cosa y todas porque aparentemente, en el desarrollo de los hechos de este libro, todo es intercambiable, nada esta fijo, todo puede mutar de un momento a otro.

¿Y entonces porque la primera línea “es” el hotel? Simplemente porque alguien lo decidió así; alguien, nunca sabremos con total certeza quién, decidió empezar así ese cuaderno de notas que parece abrirse ante nuestros ojos y que señala una serie de escenas, personajes, atmósferas que se suceden en un clima de ensoñación y asombro. El propio cuaderno lo señala en la página 87 del libro: “El cuaderno era la única historia, la única verdadera y la única posible. Todo estaba allí, en ese entrecruzamiento que comenzaba y recomenzaba infinitas veces, en esos episodios superpuestos que ya no se podían desligar unos de otros”.

De modo que estamos ante un cuaderno en el que alguien señala que la primera línea podría ser un hotel. Y lo es, y en él ha habido un brutal crimen. Desde entonces, como en un viaje onírico que nos lanza de una escena a otra, se suceden diferentes situaciones en las que los mismos personajes —un triángulo compuesto por Ignat, Virginia y el hombre de la cabeza rapada o Zeta— interpretan diferentes papeles, edades, posiciones, ante la perplejidad del lector. Ignat, el muchacho despistado, aturdido y dostoievskyano de las primeras páginas de la novela es a la vez un viejo que escribe en un cuaderno —acaso el narrador de la novela que leemos— y trabaja en una funeraria, un hombre enclavado en una oficina, un coleccionista de fotografías de personas que van a morir, un novio esposado a un matrimonio esquivo y trágico; Virginia es una muchacha desvirgada en un hotel, una mujer condenada al dolor y a la muerte desde el día de su matrimonio, una estudiante enamorada, una prostituta dedicada al baile y también una espía de los servicios de inteligencia del Estado; Zeta, o el hombre de la cabeza rapada, es el tercero en el triángulo, el amante de Virginia, el suicida que acude a Ignat para ser retratado antes de morir. No son todo esto de manera sucesiva o lineal, como podría ocurrir en la vida de personas que han experimentado diferentes posiciones con el paso del tiempo, sino que lo son de modo simultáneo y aparentemente ilógico. Como en un teatro de máscaras en el que intercambian posiciones, los tres y otros personajes —pienso en el Hombre de patillas, por ejemplo— se cruzan, entrecruzan o se encuentran con ellos mismos, parecen reclamar un espacio en el que lo aleatorio y azaroso proviene acaso de la lógica del surrealismo o de un mundo fantástico o acaso delirante. Se trata de La línea, otra más, entre el sueño y la vigilia. O entre la cordura y la franca locura.

Hasta ahí estaríamos ante una novela breve de corte surreal que parecería deberse a los influjos de un Antonio Tabucchi o a un relato paranoico al estilo de Mario Levrero. Y sí, hay en La línea en medio del cielo algo de esa extraña intensidad de las novelas del autor italiano o del uruguayo y sin duda, al leerlo, el libro de Ángeles me trajo a esos autores y, además, a la figura espectral de Mario Bellatin, acaso corporizado en el hombre calvo. Yo me atrevería a creer que no necesariamente es así. Aun cuando no pensaría derrumbar el árbol de referencias de este autor —Tabucchi, Levrero, Bellatin— creo que estamos ante una novela abiertamente posmoderna, en la que los sucesos que se dan de modo caprichoso o ilógico responden más al modo en que escribe quien escribe en ese cuaderno que se abre a nuestros ojos, esa persona que intenta tocar un mundo candente y traumático y que decide que la primera línea será un “hotel”.

¿Quién narra y escribe este libro y por qué? ¿Qué lo obsesiona? ¿Qué es lo que intenta abordar en él? A mí me queda la impresión de que quien está detrás de todo esto es Ignat, solo que no sé si es el Ignat joven que proyecta su vejez como un juego literario o si es ese anciano que intenta recontar los momentos más álgidos de su vida sentimental y que en la escritura esconde, escamotea, se elude a sí mismo ante el reto de tocar una historia de la que solo tenemos retazos. A mí me parece que es ése el narrador. Y si uno atiende el libro y sus entresijos encontrará algunas obsesiones que hablarían de sus motivaciones y pulsiones: una paranoia desaforada, un matrimonio condenado al fracaso y a la destrucción, un crimen bárbaro, un triángulo amoroso en el que no se descarta la traición femenina. Es a partir de allí que uno puede reconstruir las versiones posibles de aquel trauma, pero en la búsqueda que emprende el Ignat anciano de todas sus posibilidades, en la recreación de todos los hechos y su automática negación, uno solo encuentra las dudas de quien parece hacer y rehacer el pasado a su antojo ante la dificultad de nombrar directamente lo que quema, lo que sacude, y hacerlo siempre amparado en la libertad y la licencia de la ficción. “Solo veremos el derrumbe, muy antiguo” dice el narrador, “las ruinas de un pasado que solo queda idealizar, falsear, maquillar, creer distinto, mejor, superior. Y entonces el cuaderno, y entonces la escritura” (p 67)

“La línea siempre oculta”, se llama la segunda parte de esta novela, y el título es realmente justo: en ella la escritura es un corregir constante de la imagen que se tiene del pasado, un ocultar lo que está alojado al centro y un trazar un recorrido circular sobre un fondo profundo y vacío, un nombrar para ocultar. Quizás en ello, y en el clima paranoico y de resonancias políticas que contamina la novela, es que se descubre la otra gran presencia de este libro, la del argentino Ricardo Piglia. Como en muchas de sus ficciones, en esta breve novela de Francisco Ángeles no hay verdades fijas, imágenes detenidas o historias cabalmente delineadas. Solo asistimos a ver la punta de un iceberg que, oculto, está ahí, innombrable, inasible, inexpresable.

La línea en medio del cielo es por ello un libro intenso y de una extraña belleza. Leerlo ha sido para mí la certificación de que la narrativa peruana, y sobre todo la más joven, ha salido a crecer en la dirección que le da la gana y con buena salud. Ángeles ha escogido su veta y ha sido valiente en ella. Y con ella, con esta novela, ha abierto aun más el abanico de propuestas y alternativas de la literatura peruana reciente.

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