“Creo que uno escribe acerca de las cosas que le han pasado, pero, sobre todo, de las cosas que ojalá le hubieran pasado”
Ulises Gutiérrez (Huancavelica, 1969) es autor de The Cure en Huancayo (Revuelta Editores, 2008), libro de cuentos que nos muestra una galería de personajes solitarios que no dejan de vivir: aman por sobre todas las cosas. En la narrativa de Gutiérrez sí es patente encontrar una voz afianzada en la sensibilidad, canalizada en una fuerza que se alimenta de los recuerdos que nos transportan a escenarios andinos y cosmopolitas, en permanente deslumbramiento que yace en la reconciliación. Sobre este interesante libro, conversé con el autor.
Gabriel Ruiz Ortega
Ulises Gutiérrez (Huancavelica, 1969) es autor de The Cure en Huancayo (Revuelta Editores, 2008), libro de cuentos que nos muestra una galería de personajes solitarios que no dejan de vivir: aman por sobre todas las cosas. En la narrativa de Gutiérrez sí es patente encontrar una voz afianzada en la sensibilidad, canalizada en una fuerza que se alimenta de los recuerdos que nos transportan a escenarios andinos y cosmopolitas, en permanente deslumbramiento que yace en la reconciliación. Sobre este interesante libro, conversé con el autor.
Gabriel Ruiz Ortega
Lo primero que se nota del libro es la reconciliación entre los referentes andinos y cosmopolitas. En la tradición peruana pocas veces notamos esto, ya que casi siempre suele representarse a través del encuentro traumático.
Yo he tenido la suerte de vivir un mestizaje feliz. Nací y viví mi niñez en Colcabamba, un pueblo de la provincia de Tayacaja en la región Huancavelica; la adolescencia en Huancayo y la adultez en Lima: mi vida ha sido, topográfica y socialmente, un lento proceso de aclimatación. Dentro de ese mestizaje, las historias de las que fui testigo, la tradición oral que recibí, las cosas que me ocurrieron, están marcadas por recuerdos abrigados, ingentes, felices. Por supuesto que también hubieron experiencias horrorosas, aterradoras; la vida a la que me refiero transcurrió en los ochentas y noventas, años tremendamente violentos en nuestro país; pero prefiero quedarme con los buenos recuerdos, prefiero decir que mi vida, hasta ahora, ha sido un viaje sosegado, de ida y vuelta, entre la sierra y la costa, entre el campo y la ciudad, entre el quechua y el español, entre el huayno y el rock.
Por eso es imperante el punto de vista subjetivo.
Es que después de crecer en Colcabamba, oyendo historias tan alucinantes, como aquella que contaba mi abuelo acerca de cómo él, en las frías y solitarias punas de Wando, logró resistir la ola de tentaciones materiales que le propuso el mismísimo diablo a cambio de su alma; y todo gracias a su caballo Elefante que era el único animal marrón con pelos blancos en la frente, en forma de cruz, lo suficientemente visibles en la noche como para espantar cualquier demonio; creo que hasta al diablo no le quedó otro camino que convencerse que todo en esta vida es subjetivo.
En la solapa de la novela leemos que eres ingeniero de profesión. Siempre he pensado que los escritores que tienen una profesión ajena a la literaria, en tu caso una que se alimenta de los números, tienen una ventaja en cuanto al manejo de la estructura.
Hay una gran semejanza en resolver ecuaciones matemáticas y narrar historias. En las lecciones de narrativa, descubrí que la lógica que existe en la solución de problemas como aquellos que nos daban los profesores de matemáticas en el colegio o la academia: «reemplazando la ecuación 1 en la ecuación 2; o, despejando X de la ecuación 3, obtenemos que X=1/2», etc, es la misma que se utiliza para ir hilvanando el dato oculto, el diálogo, el punto de quiebre necesario para hacer que la historia que se está narrando, «si es real, parezca inventada, y si es inventada, parezca real». Supongo que entender los principios de la química, física, matemáticas; no sólo en la narrativa, sino en la vida misma, permite tener una visión más lógica y tolerante de lo que nos rodea; supongo que es como entender un idioma más.
Los cuentos están ambientados en distintas ciudades del mundo, en ellos tus protagonistas son presas del deslumbramiento, pero no por el lugar en el que están, sino a causa de los recuerdos. El cuento “La penumbra alumbra”, por ejemplo, se mueve en parte en Punta del Este.
Creo que cuando uno viaja y descubre cosas nuevas, inevitablemente, compara; y comparar te lleva a recordar; y si el recordar conjuga con el descubrir, entonces viene el deslumbramiento. En «La Penumbra Alumbra», por ejemplo, Malena viaja a Punta del Este con la idea de olvidar al hombre de su vida, al hombre que acaba de casarse con otra mujer; pero en ese lugar los recuerdos no sólo no la dejan, sino que se complican; y descubre que no importaba a dónde pudiera haber viajado, esos recuerdos la iban a perseguir igual. Sin embargo, el viaje le sirve para encontrar; en el hecho de ver, por primera vez en su vida, cómo el sol se pone en el mar y horas después, ese sol sale de ese mismo mar; la refundación personal que tanto buscaba y que, de haber permanecido en Lima, seguramente no lo hubiera encontrado. Además, como dice Philip Roth, «estar vivo es estar lleno de recuerdos».
Hace unas semanas te comenté que la experiencia de vida es la misma para todos, y esta se hace literaria de acuerdo a como se sepa administrar esa experiencia en un texto literario.
En los trece cuentos que conforman el libro hay mucho de mí, por supuesto, pero sobre todo de mis amigos, mi familia y mis paisanos; muchos de los personajes, eventos, situaciones, son el resultado de recuerdos que he modificado y sazonado con la barita mágica de la ficcion para ensalsar a mis amigos y burlarme de mis enemigos. Creo que uno escribe acerca de las cosas que le han pasado, pero, sobre todo, de las cosas que ojalá le hubieran pasado.
El cuento que da título al libro nos pone en primer plano a un protagonista solitario y sumamente enamorado, y por lo que se cuenta, este se desplaza en medio de un escenario condimentado por la guerra interna.
El hombre se acostumbra a todo, incluso a la violencia. Recuerdo, por ejemplo, que en 1990, voté en las primeras elecciones generales de mi vida. Me tocó hacerlo en un colegio en El Tambo, en las afueras de Huancayo. Yo estaba haciendo la cola para entrar al colegio, junto con otros cientos de personas, cuando de pronto una mujer se apareció delante de todos, con la cara cubierta y un petardo de dinamita en la mano. Lanzó arengas senderistas, amenazó de muerte a los que votaban y huyó del lugar después de hacer estallar el petardo en el aire. Todo en cuestión de segundos. La gente entró en pánico, por supuesto, y se dispersó, pero apenas la mujer se perdió y el polvo que dejó la explosión terminó de asentarse, uno a uno, persona tras persona, la cola volvió a formarse. “The Cure en Huancayo” es una historia de esas. Tres adolescentes que aman la música de The Cure, que se visten como The Cure, se van, en pleno paro armado decretado por Sendero, a una fiesta nocturna por amor a unas colegialas. En el camino de regreso a sus casas los atrapa una patrulla del Ejército y los leva. El narrador se cuestiona lo absurdo del riesgo que ha corrido junto con sus amigos por causa de una fiesta aburrida, clandestina y fallida; pero esa aventura le sirve para descubrir; en la imagen de un árbol de caucho, tullido, raquítico y trémulo, que crece en su calle, lejos de la selva, su habitad natural; que ellos son como aquel árbol, que están viviendo la vida que les ha tocado vivir, y que la vida es, finalmente, eso: un riesgo que debemos correr.
Lo mismo pasa en “Pintas en Civiles”. Un personaje, también solitario, que recuerda a una chica de la que estuvo muy enamorado cuando estudiaba en una universidad agitada por grupos terroristas.
Yo viví en la residencia universitaria de la UNI, entre el 88 y el 93, justo en la época más dura de la guerra interna. A los residentes —que vivíamos dentro de la universidad—, nos llamaban los «gusanos» y teníamos la fama de ser pésimos estudiantes, ociosos y terrucos; gente que en las mañanas engordaba en el comedor, en las tardes dormitaba en las clases y en las noches pintaba las paredes de la universidad con lemas de Sendero o el MRTA. Nada más alejado de la realidad. La residencia no era el paraiso, pero era el mejor resumen del Perú emergente. Estaba lleno de provincianos sin más vicio que estudiar y sobrevivir en una Lima cara, paranóica y violenta; personas que hoy son profesionales exitosos, pero que, en aquella época, eran, para algunas mujeres, poco menos que unos parias. Ser «gusano», misio y enamorado, era, pues, un drama riquísimo que contar. Por eso yo tenía que escribir una historia que redimiera a los «gusanos», que hiciera de su mala fama el arma de su triunfo en el amor, aunque ese triunfo resultara siendo vano, efímero y tardío. Fue así como salió «Pintas en Civiles».
Percibo la influencia de Haruki Murakami en tu libro. Influencia en el sentido de la repartición de la sensibilidad en tus personajes.
Es curioso, ahora que lo mencionas, recuerdo que cuando terminé de leer «Tokio Blues», me dije: este pendejo de Murakami me ha robado la novela que pensaba escribir acerca de la residencia de la UNI. A pesar de que la historia de Toru Watanabe es totalmente diferente a la de algún «gusano» que yo haya conocido, y que Tokio no se parece en nada a Lima, sentí que Murakami me había robado el relato sentimental de los personajes, la historia de las pérdidas que implica esforzarse, madurar, crecer en una gran ciudad. Me gusta el estilo de Murakami. Tiene un talento supremo para describir personajes aparentemente vanos, fútiles; y que de pronto, resultan teniendo una fortaleza de acero, a pesar de estar rodeado de personajes que ejercen una maldad que parece venir de otro mundo, hasta que termina demostrándonos que ese mal es completamente humano. Me gusta, además, la introducción de elementos fantásticos en sus historias, porque lo hace en un contexto realista, urbano y contemporáneo; no como meros decorados costumbristas, sino como elementos esenciales para la historia. Lo mismo sucede con la textura de su prosa; para mí el mejor escritor es el que escribe con contundencia, claridad y fluidez.
Saliéndonos un toque del tema, ¿con qué narrador peruano contemporáneo te sientes identificado?
Iba a responder, en broma por supuesto, lo que Borges cuando le hicieron una pregunta similar: «yo sólo soy contemporáneo de los griegos». Vargas Llosa, Alonso Cueto, Ivan Thays, Edgardo Rivera Martinez, son mis mejores griegos peruanos.
Cuéntame de tu próximo proyecto literario.
Estoy trabajando en una novela. Aun no tiene título. Ocurre entre Colcabamba, Huancayo, Lima y Kioto. Es la historia de un migrante peruano que vive en el Japón y que un fin de semana se encuentra en Kioto con su mejor amigo de adolescencia. En los días que pasa conociendo esa ciudad, en medio de una serie de recuerdos y descubrimientos, termina encontrando la redención de los traumas provocados por la muerte de su hermano en Colcabamba y la extinción del resto de su familia en Huancayo.
…
Sobre The Cure en Huancayo, Alonso Cueto dijo: “Los relatos de Ulises Gutiérrez, ambientados en la sierra central, están escritos con una mano que no rehúye contar su historia pero que lo hace con enorme cuidado por la creación de atmósferas y escenarios. En el cuento que da título al libro, Gutiérrez describe las peripecias de un grupo de jóvenes recogidos por los soldados en los tiempos de la guerra senderista. En su imagen final, los muchachos ven un árbol de caucho, lejos de la selva, su hogar natural. La descripción del árbol de ramas delgadas como brazos, trémulo, desterrado, parece ser el final adecuado para la historia de una distorsión, la de la “vida que les ha tocado vivir”, a los personajes. Todos los relatos de Gutiérrez logran transmitir una intimidad ejemplar con sus escenarios.” (Perú 21. Lunes 1 de setiembre del 2008)
Publicado en Proyecto Patrimonio
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