“El mar es mi confesor”, escribe E.M. Ciorán en sus “Cuadernos 1957-1972”. Al leer esta frase definitiva, recuerdo de inmediato al poeta Luis Eduardo García (1963), a quien conocí en la Plaza de Armas de Trujillo a finales de 1985.
Nos encontramos justamente debajo de aquel monumento extrañísimo en el que un ángel incomprensible dicta hasta hoy mensajes alucinados a los transeúntes. Entonces teníamos todos los sueños del mundo y ahora seguimos teniendo todos los sueños del mundo, pero desde perspectivas diferentes.
Sólo veinticuatro años después, en una pizzería ubicada frente a la feria del libro pudimos en verdad conversar de amigo a amigo, mientras nos bebíamos una infinita botella de vino y un mozo renegón, poseedor exclusivo de una panza descomunal se negaba a traernos los cubiertos. No importaba, hablábamos de la vida y de la poesía, frente a frente, y esta vez las manos no delineaban palabras sino sujetaban sabrosos trozos de pizza.
Con el poemario “Dialogando el extravío”, Luis Eduardo García ganó en 1985 “El Poeta Joven del Perú”, uno de los premios más entrañables e importantes que tenía nuestro país. En aquél conjunto publicado al año siguiente trazaba una búsqueda de la realidad “vestido de poeta”, sin asumir todavía que esa era, es y será su eterna condición.
Después publicó, en poesía, “El exilio y los comunes” (1987) y “Confesiones de la Tribu” (1992). Pero el libro que motiva estas palabras, que me acompaña desde hace meses en este perderse y encontrarse continuo que es la vida diaria, se llama “Teorema del navegante” (2008), publicado por revuelta editores. Es como llevar con uno la carta abierta de un hermano, escuchar sus consejos, dichos desde ese lugar del alma en el que toda oscuridad o alcantarilla son completamente inútiles.
Son treinta y siete poemas, divididos en tres secciones que van de adentro hacia fuera; desde lo que puede nombrarse el recorrido interior, la mirada interior-exterior y el descubrimiento interior-exterior-interior; es decir, en realidad es el encuentro de una poética de la interpelación y ratificación de la belleza, al mismo tiempo que la constatación de su imposibilidad o su permanencia real.
Si hay algo que atraviesa como un rayo de luz o de sombra este libro, de principio a fin, es el desafiante escepticismo con el que el poeta asume la dimensión de su oficio, nunca para caer al abismo de la parálisis individual y volcarla en el aire, sino para hallar nuevas vías para escalar la existencia, derroteros legítimos que permitan al ser humano trascender la deshumanización y el aislamiento global.
“Escribí un libro, / pero sus páginas se volvieron blancas!, dice García en la primera parte titulada Mares interiores, y agrega: “Aunque tarde, he comprendido / que vivir es comenzar por el final / y terminar por el principio / (Provervio árabe). Claro y definitivo, el poeta no otorga concesiones, va directo al destino, a la estocada creativa: “Y las palabras, amigo Sarte, no son actos. Son palabras.” (Barbarie y civilización).
Pero lo acompaña la tristeza, como una recuerdo querido, como una profesión de fe, como una condena libre: “Su servidor, señores, se va, / no se gradúa. Ustedes entienden la tristeza.” (Su servidor). Recuerdo, entonces a Vallejo: Perdonen la tristeza –decía el poeta- y sonreía. Luis Eduardo está triste, pero sonríe, la verdad: habita la melancolía con la convicción de alguien que ha decidido traspasar las barreras del desierto contemporáneo para afincarse en los territorios de lo humano, de lo íntimo, de lo nuestro de cada día.
En la segunda parte, Puertos extraños, habla de sus viajes, de sus constataciones de alquimista: se encuentra en Pessoa, en Ciorán, en Borges, en todos nosotros y regresa a su casa, la poesía: “Mi casa nunca fue un puerto / y sin embargo fue un puerto”. Lo que podría haber sido también algo así como: es inútil que te vayas no puedes irte o ahora que regresas te das cuenta que siempre estuviste aquí, Luis Eduardo.
La lucidez de este poeta, y de sus pensamientos que hieren y curan, es liberadora, sobre todo en la tercera parte del libro: Mar adentro. Afirma: “Lo verdadero útil es lo bello / y lo bello no puede atraparse”, “El hombre verdaderamente valiente / es el que carga con las palabras de la tribu”, “detrás de lo útil y lo bello siempre está el vacío” (A la manera de Tao).
“Las supernovas –dicen- son engañosas como el amor: / cuando crees que nacen en realidad están muriendo.” Este es el punto de partida que pone el poeta para iniciar la verdadera búsqueda de la verdad. El mar es su confesor, a él arroja sus palabras para emprender el viaje.
“Mientras no sabemos sufrir, no sabemos nada”, decía también Ciorán, mientras no sabemos admitir errores, verdades, realidades nuevas, mientras no sabemos proteger al fuego que llevamos dentro, al mar que llevamos dentro, lo esencial de lo que somos, entonces estamos aquí como seres pusilánimes, sin buscar ni encontrar nada. Luis Eduardo García sufre y sonríe, está triste y sonríe, y sobre todo sale incólume del infierno, incólume del purgatorio, incluso incólume del cielo, pues quien ha nacido puro no será tocado por la mierda, ni por la basura insidiosa de las palabras vomitadas.
El poeta García alza vuelo en “Teorema del navegante” y abre caminos con la mirada: limpia el lenguaje, le devuelve su altura. Y esto lo hace con los propios actos de la poesía, que son al fin y al cabo una auténtica defensa del ser humano en la tierra.
Nos encontramos justamente debajo de aquel monumento extrañísimo en el que un ángel incomprensible dicta hasta hoy mensajes alucinados a los transeúntes. Entonces teníamos todos los sueños del mundo y ahora seguimos teniendo todos los sueños del mundo, pero desde perspectivas diferentes.
Sólo veinticuatro años después, en una pizzería ubicada frente a la feria del libro pudimos en verdad conversar de amigo a amigo, mientras nos bebíamos una infinita botella de vino y un mozo renegón, poseedor exclusivo de una panza descomunal se negaba a traernos los cubiertos. No importaba, hablábamos de la vida y de la poesía, frente a frente, y esta vez las manos no delineaban palabras sino sujetaban sabrosos trozos de pizza.
Con el poemario “Dialogando el extravío”, Luis Eduardo García ganó en 1985 “El Poeta Joven del Perú”, uno de los premios más entrañables e importantes que tenía nuestro país. En aquél conjunto publicado al año siguiente trazaba una búsqueda de la realidad “vestido de poeta”, sin asumir todavía que esa era, es y será su eterna condición.
Después publicó, en poesía, “El exilio y los comunes” (1987) y “Confesiones de la Tribu” (1992). Pero el libro que motiva estas palabras, que me acompaña desde hace meses en este perderse y encontrarse continuo que es la vida diaria, se llama “Teorema del navegante” (2008), publicado por revuelta editores. Es como llevar con uno la carta abierta de un hermano, escuchar sus consejos, dichos desde ese lugar del alma en el que toda oscuridad o alcantarilla son completamente inútiles.
Son treinta y siete poemas, divididos en tres secciones que van de adentro hacia fuera; desde lo que puede nombrarse el recorrido interior, la mirada interior-exterior y el descubrimiento interior-exterior-interior; es decir, en realidad es el encuentro de una poética de la interpelación y ratificación de la belleza, al mismo tiempo que la constatación de su imposibilidad o su permanencia real.
Si hay algo que atraviesa como un rayo de luz o de sombra este libro, de principio a fin, es el desafiante escepticismo con el que el poeta asume la dimensión de su oficio, nunca para caer al abismo de la parálisis individual y volcarla en el aire, sino para hallar nuevas vías para escalar la existencia, derroteros legítimos que permitan al ser humano trascender la deshumanización y el aislamiento global.
“Escribí un libro, / pero sus páginas se volvieron blancas!, dice García en la primera parte titulada Mares interiores, y agrega: “Aunque tarde, he comprendido / que vivir es comenzar por el final / y terminar por el principio / (Provervio árabe). Claro y definitivo, el poeta no otorga concesiones, va directo al destino, a la estocada creativa: “Y las palabras, amigo Sarte, no son actos. Son palabras.” (Barbarie y civilización).
Pero lo acompaña la tristeza, como una recuerdo querido, como una profesión de fe, como una condena libre: “Su servidor, señores, se va, / no se gradúa. Ustedes entienden la tristeza.” (Su servidor). Recuerdo, entonces a Vallejo: Perdonen la tristeza –decía el poeta- y sonreía. Luis Eduardo está triste, pero sonríe, la verdad: habita la melancolía con la convicción de alguien que ha decidido traspasar las barreras del desierto contemporáneo para afincarse en los territorios de lo humano, de lo íntimo, de lo nuestro de cada día.
En la segunda parte, Puertos extraños, habla de sus viajes, de sus constataciones de alquimista: se encuentra en Pessoa, en Ciorán, en Borges, en todos nosotros y regresa a su casa, la poesía: “Mi casa nunca fue un puerto / y sin embargo fue un puerto”. Lo que podría haber sido también algo así como: es inútil que te vayas no puedes irte o ahora que regresas te das cuenta que siempre estuviste aquí, Luis Eduardo.
La lucidez de este poeta, y de sus pensamientos que hieren y curan, es liberadora, sobre todo en la tercera parte del libro: Mar adentro. Afirma: “Lo verdadero útil es lo bello / y lo bello no puede atraparse”, “El hombre verdaderamente valiente / es el que carga con las palabras de la tribu”, “detrás de lo útil y lo bello siempre está el vacío” (A la manera de Tao).
“Las supernovas –dicen- son engañosas como el amor: / cuando crees que nacen en realidad están muriendo.” Este es el punto de partida que pone el poeta para iniciar la verdadera búsqueda de la verdad. El mar es su confesor, a él arroja sus palabras para emprender el viaje.
“Mientras no sabemos sufrir, no sabemos nada”, decía también Ciorán, mientras no sabemos admitir errores, verdades, realidades nuevas, mientras no sabemos proteger al fuego que llevamos dentro, al mar que llevamos dentro, lo esencial de lo que somos, entonces estamos aquí como seres pusilánimes, sin buscar ni encontrar nada. Luis Eduardo García sufre y sonríe, está triste y sonríe, y sobre todo sale incólume del infierno, incólume del purgatorio, incluso incólume del cielo, pues quien ha nacido puro no será tocado por la mierda, ni por la basura insidiosa de las palabras vomitadas.
El poeta García alza vuelo en “Teorema del navegante” y abre caminos con la mirada: limpia el lenguaje, le devuelve su altura. Y esto lo hace con los propios actos de la poesía, que son al fin y al cabo una auténtica defensa del ser humano en la tierra.
Publicado en Noticias del interior
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